Master de Cifuentes - Cesar Nebot

Hace tiempo la clase política española descubrió que la popularidad por jugar al tenis de mesa con Bertín Osborne da más rédito electoral que debatir propuestas. Por eso, en lugar de debatir sobre temas políticos que nos atañen a todos, se prodiga por platós televisivos y protagoniza cameos de flash mob instalándose en la esfera del marketing. Los idealistas fueron sustituidos por prácticos directores de campaña.

Asistimos diariamente al tratamiento de la política como prensa del corazón, con una periodicidad infinita y machacona digna de culebrón venezolano. La prensa rosa cede espacios a la política rosa que acaba tratando las medidas del Gobierno de igual manera que lo haría con la separación del torero de turno. Ni el nivel ni la elegancia importan, simplemente el share del último escarnio de turno o de la entrevista amable de lavado de imagen en connivencia entre el medio y el equipo de campaña del político de turno. La vanidad y la banalidad se dan la mano.

Esa manifiesta tendencia al falseo curricular casi como condición imprescindible para la dedicación estable a la política en su faceta más caciquil constituye un escándalo y un serio problema

Éste es el contexto en el que se dirime el asunto del máster de Cifuentes y el desfile de títulos universitarios de vía rápida a políticos compañeros de ningún pupitre. Esa manifiesta tendencia al falseo curricular casi como condición imprescindible para la dedicación estable a la política en su faceta más caciquil constituye un escándalo y un serio problema. Pero en lugar de tratarlo y atajarlo, se hace objeto del pan y circo para ser culebrizado. Y así, cuando acabe el martirologio del escándalo del siglo, aquí paz y después gloria. A por la siguiente polémica que volverá a ser la del siglo.

Del caso Cifuentes, pasamos al caso Casado con su posgrado en Harvard (que será una forma cool de pronunciar Aravaca) y el sinfín de convalidaciones a lo pase express de las atracciones de Port Aventura. Desde aquel currículum vitae del infausto Luis Roldán que adelgazó desde ser la envidia de cualquier universitario a la realidad de bachiller, somos conscientes del falseo curricular como práctica pomposa de tahúr del Mississipi que gasta nuestra clase política. Se podría elaborar un extenso listado a modo de canción de Sabina, desde Patxi López y Elena Valenciano, reyes Midas Académicos (todo estudio que tocaron transformaron en titulación) hasta el misterioso caso del curriculum menguante de Juan Manuel Moreno Bonilla o de la grotesca reducción al mérito de soltería en el de Tomás Burgos, antaño secretario de Estado de la Seguridad Social. Todo ello sin olvidar la tesis de Pedro Sánchez que debe reposar en el Arca perdida, el no doctorado de Miguel Ángel Gutiérrez de Cs, los honores de profesor invitado por la Universidad Humboldt de los que Monedero hacía gala y que sólo él recodaba. Pero con el caso Cifuentes, respecto de este listado damos un preocupante paso adelante porque esta vez entra en connivencia una institución universitaria. De igual manera, es preocupante la discrecionalidad/arbitrariedad que se dio en la Complutense al nombrar profesor honorífico a Pablo Iglesias en el 2014, figura creada un año antes y reservada para “especialistas de reconocido prestigio y amplia trayectoria profesional, de fuera de la Universidad” cuando su trayectoria era simplemente de bombo televisivo.

La Universidad, como institución secular que históricamente es un espacio de excepción para la generación de ideas independientemente de la cuna y de los privilegios de quien las genera, tiene la misión de ser la sagrada punta de lanza de nuestro progreso. Cuando, como en este caso, se pliega al poder, en cualquiera de sus formas, en connivencia con los intereses particulares del político de turno pierde y profana su sentido profundo e independiente.

El caso Cifuentes entraña algo mucho más grave que una falta de ejemplaridad de un cargo representativo. El daño de primera magnitud es la distorsión en los mercados y en el espacio común de los bienes e instituciones que nos hemos dado entre todos

Pero vacuamente pasaremos por alto que el caso Cifuentes entraña algo mucho más grave que una falta de ejemplaridad de un cargo representativo. El daño de primera magnitud es la distorsión en los mercados y en el espacio común de los bienes e instituciones que nos hemos dado entre todos. Es un abuso de lo común cuyo daño no se puede compensar con un juicio sumario en plaza pública con pena de telediario. Y menos desdeñarlo, tal y como Rafael Hernando manifestaba, aludiendo que una vez pagado quien no obraba bien era sólo la Universidad. Un título que debe avalar un esfuerzo relegado a una transacción como quien paga por limones y no recibe la factura. Ese es el nivel de desconocimiento del esfuerzo o del cinismo corporativo del señor portavoz del Grupo Parlamentario Popular. Desolador.

Un problema de información podía ser tan lesivo en términos de eficiencia que los malos productos podían acabar por desplazar a los buenos

Y es que esta distorsión es una de las más importantes en las disfunciones que se generan en los mercados. El primer teorema de bienestar asegura que la libertad de mercados bajo ciertas condiciones da asignaciones eficientes. Una de las condiciones necesarias es la información perfecta: todo en el mercado debe ser conocido por todos y cada uno de los agentes. No obstante, lo normal es que existan diferencias de información entre comprador y vendedor sobre el producto o servicio que intercambian. El premio Nobel de Economía del 2001, George Akerloff, demostró que un problema de información podía ser tan lesivo en términos de eficiencia que los malos productos podían acabar por desplazar a los buenos.

Este vaticinio teórico se confirmaba, por ejemplo, con la crisis subprime del 2008 cuyo origen arrancaba de un problema de información. El incentivo a esconder la composición de riesgo de los productos financieros provocaba que los ahorradores desconocieran el riesgo real de los activos en los que depositaban su confianza. Los activos tóxicos acabaron inundando el mercado financiero de la mayoría de países por valor de unos tres trillones de dólares. Los activos saneados quedaron desbancados. Cuando explotó la burbuja, se reveló la enfermedad pero no se podía (ni se quería) rastrear el origen. Así pues, una vez quebrada la confianza en las instituciones financieras, siguió la crisis del sistema bancario acompañada por la crisis de la deuda soberana de los países integrantes del euro. En resumidas cuentas, el problema de información nos lo hemos tenido que ir tragando entre todos con una lenta digestión de unos diez años de crisis. Aún a día de hoy, la confianza en las instituciones todavía no está restaurada.

Otro claro ejemplo del desastre de cómo colapsan los mercados ante la información imperfecta se dio a finales del siglo pasado. La aparición del mal de las vacas locas propagó la desconfianza en el mercado de carne de vacuno. El desconocimiento de qué carne podía estar afectada provocó que los precios se desplomaran. Todo quedó bajo sospecha. Los buenos productores no podían dar señales suficientemente poderosas para distinguirse de los malos. La carne de calidad, ante el desplome de precios, pasaba a ser desplazada por la mala. Se tuvieron que paralizar todas las ventas.

Pues bien, como con las vacas locas y los activos subprime, el chapoteo en el barro político de los títulos falsos embarra y daña nuestro sistema nacional de títulos. Y cuando se daña la confianza en una institución, en un espacio común, el desastre lo pagamos todos, justos por pecadores.

Desde el punto de vista del mercado de educación, un máster implica un esfuerzo inversor por parte de los estudiantes de cara a mejorar no sólo su productividad sino también la señal para que se les valore laboralmente. Por eso, la pena del telediario y del reproche y escarnio de representantes políticos no repara el daño. “Clembuterizar” el currículum y obtener titulaciones sin esfuerzo a golpe de vanidad, influencia y connivencia es dañino y peligroso. Perjudica a quien sí ha actuado de forma correcta y sienta precedentes e incentivos perversos para actuar mal en el alcance que disponga cada cual. Y esto, nos lleva a la desconfianza en la institución y en el bien común del sistema de titulación universitaria que debe avalar el esfuerzo.

Así pues, igual que con las instituciones financieras tras la crisis subprime, igual que con el mercado de vacuno con la crisis de las vacas locas, la institución nacional de titulación universitaria sufre una pérdida de credibilidad certera y dañina. Si los títulos falsos han sido avalados por la Administración Pública Española y campan por doquier, los empleadores tendrán razonables dudas para contratar a quien venga de la Universidad Rey Juan Carlos y por extensión, a ojos de un extranjero, de toda España. Las titulaciones de baja calidad o directamente falsas, como falsa moneda, acabarán por desplazar a las de buena calidad.

La prima de riesgo de ese bien intangible de credibilidad sobre el sistema de titulación universitaria española se ha disparado

Aunque desde la trinchera política, muchos pretenden que el tema del máster de Cifuentes quede como simple rifirrafe entre partidos, no es cierto. Esto es un coste que vamos a tener que soportar todos los españoles, donde quienes más tenemos que perder somos los que hemos jugado limpio. Hoy todos los españoles somos un poco más pobres. La prima de riesgo de ese bien intangible de credibilidad sobre el sistema de titulación universitaria española se ha disparado. Este activo público se ha devaluado para el bien y privilegio de unos pocos a costa de todos.

Para definirnos como país creíble tal vez aún estemos a tiempo. La cuestión es si preferimos anestesiarnos con un Sálvame deluxe político donde el barro político banalice todo o bien preferimos hacer valer nuestra ciudadanía para defender, proteger y exigir respeto a nuestras instituciones comunes que nos han de permitir progresar como sociedad. A lo mejor, entre tanto esperpento superfluo y vanidoso, todavía nos queda un poquito de orgullo español.