No deja de resultar irónico que una civilización cuya idea tradicional de progreso estaba fuertemente unida a la de dominar la naturaleza -que se remonta al Génesis bíblico, por lo menos[i]– haya recibido en poco tiempo dos avisos contrarios nada amables, la pandemia del covid19 y nuevas evidencias del cambio climático en marcha. Formamos parte de la naturaleza, no somos sus señores: morimos por patógenos naturales o vejez, y si bien sabemos embalsar un río o elevar una ciudad en una selva, no podemos acabar con los terremotos ni con la aparición de nuevos virus letales.
A lo mejor que podemos aspirar, como enseñan algunas veteranas filosofías orientales, es a vivir en fértil y productiva armonía con esa señora implacable y ciega. También es lo que nos enseñan la experiencia y la ciencia. Aquí vamos a reparar en otra idea peligrosa derivada del imposible dominio de la naturaleza: que la “ciencia”, o más bien la ideología disfrazada de ciencia, constituya una alternativa a la naturaleza, en vez de conocimiento de lo natural. Aunque esta falacia se ha extendido por todas las ideologías de modo muy transversal (la eugenesia[ii], por ejemplo, era defendida desde el anarquismo al nazismo, pasando por fríos tecnócratas y utilitaristas burgueses), en los últimos decenios ha arraigado con fuerza entre la izquierda reaccionaria o paleoizquierda, y se ha extendido como “pensamiento políticamente correcto” a caballo del galopante populismo de izquierdas. El populismo derechista parece más proclive a relativizar o negar la ciencia y buscar explicaciones alternativas o paranoides a la pandemia del covid19 o al cambio climático; sin duda es una actitud rechazable y peligrosa, pero no ha llegado al extremo de constituirse en ideología alternativa a la naturaleza.
Como si quisiera ponernos en nuestro sitio, la naturaleza ha vuelto a imponerse donde se le quiso domesticar, confinar o sencillamente suprimir. Ampliando la breve lista de certezas de Benjamin Franklin, reducida a la muerte y los impuestos, también podemos estar seguros de que la naturaleza volverá a imponerse en multitud de ocasiones, hundiendo no pocas expectativas e ilusiones humanas: habrá nuevas pandemias y los fenómenos climáticos extremos serán más corrientes y violentos.
Sin embargo, la naturaleza no es un agente con intenciones y voluntad en lucha con las tonterías humanas, aunque esta forma de concebirla sea muy común, sino solamente un sistema al que pertenecemos, en el que estamos inmersos y del que no podemos sustraernos y aún menos dominar como nuevos dioses. Un coronavirus aparecido, como muchos otros, en alguna región subtropical de la Tierra densamente poblada, seguramente el sudeste de Asia, el principal laboratorio cultural-natural para esta clase de mutaciones y saltos de animales a humanos, ha producido ya más de un millón de muertos oficiales, ha paralizado buena parte de la economía mundial y suspendido temporalmente la interconectividad característica del mundo globalizado: viajes, turismo e intercambios de todas clases. Pero los humanos queremos tener responsables de todo, hasta de lo que no lo tiene, como la naturaleza, así que, ¿quién tiene la culpa del terrible regreso del poder de la naturaleza?
La izquierda y la naturaleza
Tradicionalmente, la izquierda venía acusando al pérfido capitalismo de todas las devastaciones medioambientales, tratando de equiparar desarrollo económico y libertad de empresa con sistemático ultraje a la naturaleza.
Ciertamente, el capitalismo industrial actuó como era de esperar dado su sustrato ideológico, con gran peso del protestantismo: tomó la Tierra entera como el regalo que Yahvé hizo a Adán en el Edén, disponiendo de todo como si no hubiera un mañana y atento solamente al beneficio inmediato. Las imágenes de las humeantes, sucias y enfermas ciudades de la primera industrialización son, sin duda, imágenes de una degradación extrema tanto de la naturaleza como de la sociedad humana que late en su seno. Pero el primer capitalismo depredador, con el imperio de la técnica y la mecanización, tan bien descrito por Sigfried Giedion en La mecanización toma el mando y tan bien satirizado en las películas de Chaplin y Lang (Metrópolis), duró relativamente poco en términos históricos. La razón es que gracias al juego democrático pronto aparecieron protestas científicas y sociales contra la degradación y depredación insensata de la naturaleza (el movimiento conservacionista), e iniciativas para proteger determinados valores, tanto biológicos como estéticos: el primer Parque Nacional del mundo es el americano de Yellowstone, fundado en 1872. De hecho, la naturaleza fue protegida antes y mucho más que los humanos que llevaban viviendo allí miles de años, como las tribus indias de las praderas y montañas cercanas a Yellowstone, arrojadas al exterminio o la segregación en reservas.
Pero la misma izquierda ideológica azote del capitalismo por su poco ejemplar historia natural se ha negado a reconocer que los principales desastres naturales modernos (pues la historia ha mostrado que los hay muy antiguos) han sido obra de los regímenes comunistas, con su fracasado capitalismo de Estado sin competencia, oposición política ni freno social. La Unión Soviética fue responsable del desastre nuclear de Chernóbil, el mayor accidente nuclear de la historia, y de la desaparición del vasto mar de Aral, el cuarto lago del mundo, debido al empleo de las aguas de los dos ríos que lo alimentaban, Sir Daria y Amu Daria, en el regadío del monocultivo de algodón en las áridas estepas kazajas y uzbekas. Una hazaña digna de dioses, pues incluso Yahvé se limitó a separar las aguas del mar Rojo para que pasara Moisés con su pueblo elegido, sin convertirlo en otro desierto árido.
China aún tiene que dar cuenta de los desastres medioambientales del Gran Salto Adelante de la era Mao, con su tala y quema de bosques para producir hierro de pésima calidad en un intento banal, absurdo y megalómano de superar en cuatro años la producción de hierro británica, o el exterminio de pájaros en masivas campañas populares para aumentar las cosechas (el efecto conseguido fue el contrario: se multiplicaron los insectos), entre otras sevicias de efectos aún perdurables. ¿Acaso el comunismo había declarado la guerra a la naturaleza? En parte sí, pero la gran diferencia estribaba en que, a diferencia de los países capitalistas con democracia representativa, en las dictaduras socialistas era prácticamente imposible que la opinión pública, ni siquiera la científica, pudiera presionar a los poderes políticos reclamando el respeto de la naturaleza, como fue posible y habitual en las democracias pese a sus múltiples defectos. Mientras europeos y americanos lamentaban la destrucción del campo y el paisaje tradicional a consecuencia de la expansión de ciudades, fábricas y minas, e intentaban al menos preservar los restos y limitar los daños, soviéticos y chinos veían en las enormes infraestructuras y combinados industriales de los planes quinquenales una demostración de la superioridad comunista y su inminente triunfo histórico (especialmente el maoísmo, enamorado de las explosiones nucleares). Y esa es la razón principal de que, en una historia mucho más breve, el socialismo soviético (1917-1989) y maoísta (1947-1977) hayan perpetrado más desastres medioambientales que las potencias democráticas sumadas a la revolución industrial iniciada en Gran Bretaña hacia 1780. Los regímenes socialistas extremaron los peores defectos del capitalismo industrial, en lugar de corregirlos, comenzando por la agresión sistemática al equilibrio natural.
A partir del 68, la “naturaleza de izquierdas” es una especie de Jano o ente de dos cabezas
El hundimiento del bloque soviético y la traición y fuga china del campo comunista a su actual capitalismo autoritario (parecido al de Franco después de 1957, pero mucho más poderoso) dejaron a la izquierda radical anticapitalista en una delicada situación histórica: ¿qué sentido tenía defender el comunismo tras el colapso soviético y maoísta?; ¿qué futuro tenía en las sociedades desarrolladas, donde la preocupación por la ecología superaba por mucho a un declinante “movimiento obrero”? La cuestión de la naturaleza tuvo desde el inicio una importancia fundamental para la refundación de esa paleoizquierda o izquierda reaccionaria, al precio de asumir gigantescas contradicciones. A partir del 68, la “naturaleza de izquierdas” es una especie de Jano o ente de dos cabezas: por una parte, un aliado estratégico en forma de un movimiento ecologista absurdamente considerado, porque sí, de izquierdas a pesar de Chernóbil y el mar de Aral; por la otra, un mundo real a superar, rechazar y negar a través de nuevas ideologías como la de transgénero, queer o el animalismo, basadas en la negación de la naturaleza o de sus categorías, reglas y límites. Por ejemplo, las que distinguen las especies, convertidas en “especismo” por el animalismo más delirante surgido de las obras del catedrático de ética de Princeton Peter Singer a partir del, en apariencia, inocuo concepto de “trato ético a los animales” (compatible con la defensa del infanticidio y de la eutanasia o uso en investigación de los “humanos no completos”).
La evolución de una ruptura: la izquierda revolucionaria contra la naturaleza
Conviene volver la vista atrás y revisar brevemente qué pensaba Marx de la naturaleza y cómo han evolucionado sus discípulos y secuaces. Marx era un heredero de la tradición ilustrada y romántica pasadas por Hegel. Pensaba por tanto que había una “naturaleza humana” esencial, histórica y creativa[iii], que el capitalismo la había violado gravemente embruteciendo el trabajo y provocando la lucha de clases, y que sería restaurada por el socialismo y su estadio superior, el comunismo, que podría entenderse como una especie de Edén restablecido y una culminación de la Historia donde la naturaleza humana rescatada desarrollaría todo su potencial sin impedimento ni conflicto alguno. Claro que ese asalto a los Cielos pasaba por un periodo revolucionario extremadamente violento donde todos los artificios sociales y económicos serían destruidos para dejar sitio a una sociedad perfecta, enteramente nueva e íntegramente natural, donde la relación social estaría dominada por el principio “de cada cual según su capacidad y a cada uno según su necesidad”, un sistema por lo demás semejante al que habían tratado de realizar en el mundo los primeros monasterios cristianos.
De esta visión seráfica, mucho más religiosa que política, sus principales herederos, en concreto Lenin, Stalin y Mao, sólo retuvieron el mensaje de que era posible violar la naturaleza humana recurriendo a las técnicas adecuadas de sometimiento, como habría hecho la burguesía capitalista, e incluso dominar la naturaleza en general mediante la técnica y el aumento ilimitado de la producción según criterios “científicos”. Así pues, el capitalismo había intentado cambiar el mundo material para ponerlo al servicio de la producción de capital, pero esa hazaña estaba reservada al socialismo porque sólo la dictadura del proletariado podía movilizar sin límite ni prohibición alguna (ni siquiera las leyes de la naturaleza) todos los recursos necesarios, fueran materias primas, energía, máquinas o trabajo humano.
Un proyecto tan instrumental, antinatural e inhumano desbarró necesariamente muy pronto. Stalin prohibió el darwinismo y la genética alegando que eran ciencia burguesa, encarceló o asesinó a los biólogos darwinistas y genetistas, e impuso el estudio de los disparates de Lysenko contrarios a la teoría de la evolución (también negaba la existencia de los genes, un precedente nada trivial), provocando graves daños a la ciencia y la economía agrícola soviética, por no hablar de las repercusiones calamitosas en el abastecimiento de la población. Mao llevó la cosa un poco más allá dictaminando que la economía y las ciencias no tenían la menor importancia en comparación con la pura voluntad de las masas (dirigidas por el Partido, claro está, o sea, por su voluntad personal), y sobre esa base lanzó aberraciones como el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural, que costaron decenas de millones de muertos por hambre y asesinatos políticos. Las razones originarias para ignorar a la ciencia o “rectificarla” eran las mismas que condenaban la ética, la justicia, los derechos humanos y otras nimiedades pequeño-burguesas.
En resumen, si Marx y Engels se habían proclamado materialistas por su creencia en que sus ideas se basaban en la naturaleza -un error de bulto, pero al menos bien intencionado, aunque sus ideas chocaron con la teoría de la evolución de Darwin-, sus herederos en el poder dictatorial convirtieron ese “materialismo” en todo lo contrario: una negación militante de la naturaleza. Con semejantes motores, no debería sorprendernos que esa deriva sólo haya ido más lejos en la actual paleoizquierda neomarxista.
Lo que caracteriza a la paleoizquierda actual -a pesar de las simpatías que tiene entre muchos científicos, pero ese es otro tema- es la promoción de toda clase de disparates científicos
Lo que caracteriza a la paleoizquierda actual -a pesar de las simpatías que tiene entre muchos científicos, pero ese es otro tema- es la promoción de toda clase de disparates científicos, especialmente los que atañen a la naturaleza humana y muy en particular los centrados en la sexualidad. Por ejemplo, la ideología de género y su rama más radical, la teoría queer formulada por Judith Butler, profesora de la Universidad de Berkeley. Esta teoría sostiene que el género es una construcción social de elección voluntaria (autodeterminación de género) con poco o nada que ver con el sexo biológico, reducido a constructo social impuesto o irrelevante. Aunque las teorías más celebradas de Butler atañen directamente a la biología, la genética y la psicología, ella es especialista en literatura comparada aunque sus seguidores la consideren “filósofa”. Sin embargo, sus teorías carecen de fundamento empírico o experimental, contradicen abiertamente teorías científicas -por ejemplo, ha convertido la disforia de género que afecta a los transexuales en una elección política y proyecto ideológico-, y tampoco siguen el tipo de reglas de argumentación esenciales en filosofía. La teoría queer se limita a convertir un deseo en un derecho, la elección de género a voluntad, y en un modelo de organización social basada en la transgresión de la naturaleza como progreso. Lysenko no anda muy lejos.
Toda una pléyade de autores delirantes, en plena efervescencia, intentan negar la existencia misma de la naturaleza como sistema en el que vivimos integrados. Empeñados en diluir las fronteras y diferencias entre sexos, especies, e incluso vida y máquinas, ese pensamiento literalmente desquiciado ha venido a desplazar al marxismo crítico solvente (como, por ejemplo, el del historiador inglés Tony Judt). La razón de este desplazamiento a la marginalidad intelectual (pues es lo que es, pese a los apoyos que coseche) radica en que una amalgama de grupos alternativos de toda ralea ha venido a sustituir a un proletariado fantasmal que, en todo caso, huyó hace tiempo de los partidos comunistas e incluso busca refugio en el populismo de derechas. Como ha observado Jean-François Braunstein en un libro de lectura recomendable, La filosofía se ha vuelto loca, lo que articula esta pléyade de extrañas teorías y proyectos políticos incongruentes (queer, animalismo, anticolonialismo, neomarxismo, separatismo etc.) es, en buena medida, su odio a la realidad y a la humanidad misma como especie con unos atributos y naturaleza bien definidos. Se diría que, tras el fracaso histórico en sustituir el capitalismo por socialismo planificado, ahora se trata de algo más ambicioso aún: sustituir la naturaleza por algo diferente nacido de la voluntad mediante la voladura de todas las condiciones, fronteras y diferencias que constituyen un sistema: el de la vida.
Paradójicamente, nunca se había invocado tanto a la naturaleza y en realidad despreciado tanto. Incluso algunos que dicen defender la naturaleza más que nadie caen en la trampa de rehacerla a su voluntad, como la poderosa ONG Green Peace cuando mintió a la opinión pública sobre el falso peligro de los alimentos transgénicos, provocando la respuesta indignada de 157 premios Nobel. Empeño fútil. Marx no entendió la evolución y su concepción de la historia era religiosa, no científica; Stalin y Lysenko fracasaron en su afán de sustituir la genética mendeliana por la educación marxista-leninista de plantas y animales; el hierro de Mao acabó con muchos bosques chinos, pero no servía ni para rehacer los woks fundidos para producirlo. Finalmente, el covid19 ha servido para recordarnos que, creamos lo que creamos, a la naturaleza de la que formamos parte nada le importan nuestros desvaríos. Haríamos bien en tenerlo muy presente.
[i] I.29.Dijo Dios: “Ved que os he dado toda hierba de semilla que existe sobre la haz de toda la tierra, así como todo árbol que lleva fruto de semilla; para vosotros será de alimento”.
[ii] El último episodio de eugenesia parecer ser la esterilización forzada, sin consentimiento, de mujeres indias en Perú a cargo del gobierno de Fujimori, empeñado en limitar el crecimiento demográfico de las comunidades amerindias. Véase: https://www.bbc.com › noticias-america-latina-56012419
[iii] El lector interesado en la cuestión debe acudir a Manuscritos de filosofía y economía, obra del joven Marx inédita en vida, donde aparece el pensador más romántico en todos los sentidos del término.