Lloraba de los sus ojos, de la su boca decía
¡Oh, ciudad, cuánto me cuestas, por la gran desdicha mía!
A cada instante la palabra vida cobra innumerables significados. Cada persona sin excepción, en su libre vivir, descubre una forma original de ella. Cada vida es irremediablemente distinta, una vertiente no ensayada y nueva. Vea, quien todavía sea sensible a la limpia evidencia, que esto no es una opinión sino una verdad inconmovible. Y que tantos hoy vivan con el miedo a aceptarla, paradójicamente, les priva de lo único que tiene seguro el hombre: la pura inseguridad. Por eso nos dice Ortega que cuando Nietszche brama teutónamente “¡vivid en peligro!”, peca de cursilería. ¿Acaso cabe otra forma de vivir que no sea en peligro?
Quería yo anotar sin ninguna queja, porque me parece una bendición, la emoción desde la que escribo. Las memorias del hombre viejo son recuerdos de lo ya pasado. Y sin embargo, cuando se nos hace patente que cada momento es único aparece, diferente de la del anciano, una nostalgia viva y juvenil por lo que aún está pasando pero irremediablemente pasará. Un sincero amor a la vida.
Cada pueblo y cada realidad requieren para ser admirados en su plenitud una manera concreta de mirarlos. Nápoles es una dama vieja y suplica ojos de hombre joven para dejarse ver. No sería de extrañar que contemplándola así nos revelase no ya sólo sus secretos sino la sensualidad de la señora que de pronto recuerda que antes que señora y como condición de ello, ante todo es mujer.
Uno de esos secretos es que conforme se camina por la acera izquierda de Via Toledo, hacia el Palacio Real construido para Felipe III, pasado ya el único Bershka con el arrojo suficiente de ocupar una manzana entera, reúne la calle toledana todos los aires que callejean por los Barrios Españoles y se gusta de imitar a la calle Preciados. Quién sabe si también en 1616 se sorprendería de este disfraz de villa y corte que aquí se pone Nápoles un Francisco Quevedo recién llegado. Poeta que sin embargo extrañaría del Madrid austriaco una dama ofendida a la que honrar, un florete que empuñar, un vil abofeteador al que dar muerte.
Conoce bien la luz las casas napolitanas
Al modo de su escultura más conocida, la ciudad envela su femenino cuerpo en lo único aquí clemente: la pálida y flotante luz del Mediterráneo. Conoce bien la luz las casas napolitanas. Se derrama suave por fachadas rotas de fantasmales colores y llena de miel líquida y nueva las grietillas de los “palazzi”, que son a Nápoles como las arrugas a la vieja. Conoce bien la luz las casas napolitanas. Logra que sintamos como presentes amarillos arañados o granates por largo tiempo ausentes. La ausencia es el lujo que sólo lo eterno se toma.
Pero, ya ha sido dicho, la luz es aquí lo único clemente. A la bondad del cielo, la tierra se alza en armas y le ha concedido a los napolitanos un cañón que tiembla cuando se resfría y estornuda rocas, azufre y fuego. El pueblo superviviente ha cimentado su ciudad en tufo y lava, y así ella se ha dejado absorber el ser de tal manera por el volcán que ya no se distinguen los límites difuminados de cada uno. ¿Se entiende ya mejor por qué Nápoles es una mujer vieja; arcana, arcaica, tan pronto saturada ya de feminidad como de longevidad?
Sólo la mujer es capaz de sobrevivir con señorío a la entrega valiente de sí misma, y de hacer de ello su razón misma de ser. Podemos afirmar que si Sócrates hubiese visitado Nápoles o hubiese conocido antes a Jantipa, no habría tenido que buscar en la cara de un soldado “qué es la valentía”. Y se nos hubiese privado del sarcasmo doliente del solitario y del poeta, y no tendríamos filosofía.
Nace del volcán por tanto todo el lujo vital de Nápoles
Nace del volcán por tanto todo el lujo vital de Nápoles. Él hace segura la inseguridad. Asentada la ciudad en él, dando por sabido que a cualquier hora puede todo terminar, se dedica a otros menesteres. Por lo pronto a ponerse un collar de perlas para recibir a los turistas. Eso es la ribera de Chiaia. Pero no termina aquí la vanidad señorial de la ciudad. Para prepararnos para las emboscadas que producen sus iglesias roídas, borra los pasos de cebra, hace zumbar las motos, permite los atracos. Nos mantiene en tensión, alerta, mirándola.
Y así, sin poder ensimismarnos, descubrimos al punto una escultura verdaderamente griega o romana verdaderamente. ¡Qué incontables hombres han caminado por delante! Cada cual con su carácter, sus afanes, sus dolores, sus anhelos, su forma de ser y estar en el mundo. Pero algo extraño ocurre aquí: mientras en todo lugar las estatuas están hechas para ser admiradas por hombres inferiores, en Nápoles mantienen una ridícula mueca, como de sonrisa forzada. Parecen incapaces de cumplir su sutilísima función de inspirar a las gentes. Las más dirigen su mirada a los altos de las fachadas descoloridas y rotas, como si deseasen que el aire ligero que mueve telas, camisas y los paños caídos de los cordeles, atravesara la piedra y les inflara otra vez los pulmones. Qué ridículas parecen las estatuas callejeras de Nápoles.
Una en el Palacio Real erige al magnánimo rey Alfonso de Aragón. Veintidós años de asedio y la muerte de su hermano Pedro necesitó para recuperar lo que muchos días antes había sido suyo. El buen rey, humanista y conocedor de la historia cuando aún prevalecían los prejuicios contra los mandatarios cultos, se infiltra por el mismo pozo que había servido ya al bizantino Belisario para tomar la ciudad mil años antes. No hay estatua posible que muestre los lamentos del rey al perder a su hermano por una ciudad a la que no podía renunciar. Y es demasiado ajeno a nosotros, incapaces de jugarnos los mejores años de nuestra vida por apenas nada, entender el gozo del hombre al momento de rendir los tres castillos napolitanos.
Se cuenta del rey Carlos V, dispuesto también aquí a pocos metros de Alfonso, que un día decidió compartir su mesa con varios de sus súbditos. Cuando se le ofreció a uno de ellos la bacinilla para lavarse las manos antes de comer, el despistado comensal, poco acostumbrado a este ritual, miró el cuenco lleno de agua y se la bebió decididamente. Al momento el emperador, en medio del humillante silencio, con el fin de salvar al invitado del ridículo que había hecho, tomó su recipiente con ambas manos y calmadamente se bebió también el agua. No pudiendo ser más que su señor, los otros invitados tuvieron que hacer lo propio y saciar asimismo la sed.
Nosotros, los huidizos de todo compromiso y, como incapaces de libertad, cada día más esclavos, miramos a las estatuas de la ciudad de Nápoles y ellas, educadamente pero avergonzadas, nos responden con una sonrisa de complacencia.
Si se nos acerca una bacinilla para lavarnos las manos, también nos bebemos el agua. Y cuando en la sobremesa nos observa calladamente el rey, sin entender todavía por qué, no le aguantamos la mirada. Pero se apodera de nosotros un íntimo complejo.