El CSIC y la transición insuficiente - Juan Pimentel

El acceso por oposición al cuerpo de investigadores titulares del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas), el mayor OPI (Organismo Público de Investigación) de España, es uno de esos asuntos microscópicos cuyo análisis revela un cosmos, el de las relaciones entre poder, conocimiento y autoridad académica en la España postfranquista.

El ejército se ha democratizado más en los últimos 30 años que el mundo académico en España

El adjetivo no es exagerado, pues como me comentó un día un colega, el ejército se ha democratizado más en los últimos 30 años que el mundo académico en España. La asignación de plazas para cubrir la Oferta Pública de Empleo y la designación de tribunales para dichas plazas constituyen la clave de bóveda de un sistema marcado por el oscurantismo y el control ejercido bajo una jerarquía vertical. En cuanto a lo primero, las plazas se distribuyen en función de unos criterios adoptados por el organismo no siempre claros y frecuentemente variables. La política científica del CSIC en este punto ha atravesado en los últimos 30 años por justificaciones en función de unos planes estratégicos o de actuación que suman miles de páginas, pero cuya observancia ha variado de año en año. Recientemente, en varios centros de investigación (el mío, por ejemplo, el Centro de Ciencias Humanas y Sociales) carecemos de cualquier explicación de por qué se convocan plazas en ciertas áreas y en otras no. Es así que, pasados los años, el Instituto de Historia adolece de especialistas en pintura del Siglo de Oro y son muy escasos los de temas tan estratégicos como América colonial o Hispania romana. ¿Debe el CSIC apuntalar especialidades débilmente representadas en la universidad española? ¿Debe multiplicarlas? Hasta donde yo sé, la institución no sabe responder a esta pregunta básica. Recuerdo un año en que se dotó una plaza a un departamento porque se había fusionado con otro y al año siguiente de otra porque se había escindido de aquél. Los criterios han sido variables. Lo que ha sido constante es la presión que se ejerce sobre quiénes toman esa decisión, la comisión de área, nombrada unilateralmente por un coordinador de área, nombrado a su vez por el presidente del CSIC.

Una vez que se convoca la plaza con el tribunal cerrado, solemos saber de antemano o prevemos con mucha certeza (a veces absoluta) quién obtendrá la plaza

La comisión de área designa los tribunales, sus cinco miembros y sus cinco sustitutos, de forma igualmente unilateral, calculando incluso las sustituciones: es habitual que cada titular sea sustituido por alguien de su cuerda o tribu, apelativos coloquiales para designar los departamentos o grupos de investigación. Todo suele estar bien atado. Una vez que se convoca la plaza con el tribunal cerrado, solemos saber de antemano o prevemos con mucha certeza (a veces absoluta) quién obtendrá la plaza. El lenguaje es elocuente: “la plaza de mengano”, “¿te vas a presentar?” “¿Para qué? Es la plaza de zutano”. Deberíamos ir al notario y dejarlo escrito por anticipado en sobre cerrado. O mejor, a una casa de apuestas.

En mi plaza, sin ir más lejos, fui el único candidato. Podría alegar que había obtenido el primer contrato Ramón y Cajal en historia de la ciencia en España, que había disfrutado de una beca posdoctoral en la Universidad de Cambridge y que reunía otros méritos, pero lo cierto y verdad es que logré mi estabilidad laboral tras más de quince años de becas y contratos porque me hicieron un tribunal a medida. Como a casi todos.

Nos encontramos ante la endogamia y el nepotismo como los constituyentes en la transición ante el franquismo: es nuestro origen, de allí venimos, sabemos que ni todos nuestros antepasados fueron unos caciques ajenos al deseo de mejorar las cosas, ni que todos los demócratas carecemos de los hábitos autoritarios que hemos reproducido de manera mecánica. La realidad es compleja, pero también tozuda. En 30 años no ha variado sustancialmente el modo de reclutamiento de los científicos titulares. El reglamento del CSIC se ha mostrado en este punto más resistente a la reforma que las leyes fundamentales del reino, la de presupuestos o toda la legislación autonómica.

¿Por qué? Seguramente por las mismas razones por las que es inviable un pacto por la ciencia: porque es un tema marginal, poco mediático y electoralmente irrelevante en este país. Algo parecido sucedió con la ley y las competencias de educación. Ni somos capaces de acordar una estrategia común y duradera (por cinco años al menos y no digamos diez), ni en su día se percibió el carácter estructural que tiene la educación para articular un país, lo que resultó en su reparto y disgregación. Mucho antes que cualquier competencia en tributos y recaudación, la educación se entregó sin concesiones a las comunidades autónomas. Primero se da lo que no se valora. Las consecuencias son palpables.

No es consuelo que los métodos de acceso a la universidad no mejoren los del CSIC y que el repertorio de escándalos y de tramas sea equivalente. En este año hemos visto triunfar a un candidato local sobre una profesora con 10 años de docencia en la Universidad de Saint Andrews (la tercera del Reino Unido), obtener plazas a candidatos que jamás publicaron un artículo en una revista que no fuera de su entorno local y por supuesto medir los CV al peso, algo que parece un chiste pero que constituye una práctica muy extendida, tanto que los jóvenes becarios están angustiados por publicar desde el primer día, una actividad más rentable que leer, madurar las cosas, adquirir competencias en disciplinas afines, asistir a seminarios o a congresos. De nuevo, hablaré en primera persona (con perdón). Cuando me fui con una beca posdoctoral a Cambridge tenía tres monografías publicadas, más que el profesor con quien me iba a formar allí, un magnífico historiador de talla internacional. Absurdo ¿no?

Debemos hacer que nuestra institución aprenda a pensar mejor, que elimine las prácticas endogámicas, que depure sus métodos para identificar la calidad y proteger la igualdad de oportunidades

En unas recientes oposiciones a las que asistí como público me preguntaron cómo lo veía, a lo que contesté: “bastante previsible”. Tras mi respuesta, quien me lo preguntó me aconsejó silencio y otro me insultó. El código de la omertá es el aceite que engrasa la maquinaria de todas las familias, eso lo sabe cualquiera que haya visto El Padrino. Sin embargo, no es suficiente con realizar una descripción fenomenológica de lo que ocurre en la academia española o un diagnóstico más o menos certero. Si la antropóloga Mary Douglas hablaba de cómo piensan las instituciones, debemos hacer que la nuestra aprenda a pensar mejor, que elimine las prácticas endogámicas, que depure sus métodos para identificar la calidad y proteger la igualdad de oportunidades. Alguno dirá que se han tomado medidas. Cierto, pero son completamente insuficientes, unos tablones para contener la corriente de malas prácticas y comportamientos tribales que arrastra la comunidad académica española.

Otra de las enseñanzas que deberíamos incorporar es que las cosas no se cambian de arriba abajo en poco tiempo. “Seremos Princeton”, me decía otro compañero hace años, en la víspera de la crisis. ¿Tanto nos cuesta aprender del tiempo lento, casi geológico, con que las sociedades maduran y se vertebran? Darwin se pasó unas décadas observando los hábitos de las lombrices de tierra y acabó mostrando su papel en la formación del manto vegetal y la regeneración del suelo (trabajando así, hoy no hubiera obtenido un proyecto de investigación).

Debemos regenerar el nuestro. Como es sabido, el CSIC fue el resultado de la refundación franquista de la Junta de Ampliación de Estudios, el proyecto de la Institución Libre de Enseñanza de principios de siglo XX. Nos somos culpables de haber nacido y crecido en un entrono académico franquista, pero seremos responsables de cederlo intacto a la siguiente generación si permanecemos callados, beneficiarios pasivos, cómplices de nuestra transición insuficiente.