CORONA

Escribió Pedro I de Brasil y IV de Portugal a su hija: “sin sistema constitucional no serás reina”. Seguía: en un siglo “en que los pueblos están más ilustrados y ya no se tragan patrañas, es menester que sus reyes merezcan, por sus cualidades, virtudes y saber, el respeto de sus súbditos y no por su nacimiento que de nada vale desde ahora en el mundo libre”. Por su parte, el Rey Leopoldo de Bélgica, tío de la reina Victoria de Inglaterra en unas notas remitidas a su sobrina escribía igualmente rotundo: “el ser llamado rey o reina no tiene la menor consecuencia. Todos los oficios deben aprenderse y el oficio de rey constitucional, para hacerlo bien, es un oficio muy difícil”.

En España, la condesa de Espoz y Mina, viuda del guerrillero liberal y héroe de la Independencia y de la primera guerra carlista, encargada con Argüelles y Quintana de diversos aspectos de la educación de nuestra Isabel II, advertía a esta de que “en el estado actual de la civilización” los reyes tienen en “el cariño y el respeto de sus súbditos” su verdadera fuerza.

Basta de citas históricas. Se entiende el concepto. Más allá de la interiorización (o, por desgracia, no interiorización) que Isabel II hiciera de estos y otros muy prudentes consejos, es evidente que en la Europa posterior a la revolución francesa “el principio nacional” transformó decididamente y para siempre “el principio monárquico”. No sin lucha, no sin tensión, no sin retrocesos ni en ausencia de posteriores revoluciones que afirmaran el principio democrático en detrimento de los resabios absolutistas o reaccionarios.

La Corona es porque hay nación y porque hay Constitución

Efectivamente, desde el “principio nacional” (democrático) la Corona es de la nación y nunca al revés. La Corona es porque hay nación y porque hay Constitución. Porque se afianza un principio por el cual la legitimidad del cabeza de la nación se asienta sobre una base consensual, de aceptación y representación positiva y activamente democrática. Es esa nueva legitimidad constitucional –unida si se quiere a la tradicional, pero nunca en defecto o menoscabo de aquella- la que permite que la institución monárquica haya llegado hasta nuestros días y siga coronando (si se permite el juego de palabras) muchas de las democracias más avanzadas y consolidadas del mundo. Es precisamente la ruptura de ese acuerdo sagrado entre la Corona y la Nación lo que lleva a los reyes al exilio o los mete en graves problemas (la regente María Cristina, la propia Isabel II o Alfonso XIII).

Estas ideas elementales sólo pueden rechazarse desde lo alto de dos dogmas igualmente pintorescos y enfrentados a la realidad del siglo presente. Uno de estos dogmas afirmaría que sólo la república es “verdaderamente democrática”. El otro dogma (con mucha menos circulación y prestigio) haría derivar la legitimidad del trono de fuentes divinas. “Las patrañas”, que diría Pedro IV.

Desde la vuelta de la democracia a España hemos tenido una monarquía y dos monarcas plena y sinceramente afianzados en el “sin sistema constitucional no serás rey”.

Juan Carlos I, que contó con la adhesión temprana del Partido Comunista de España (mientras los falangistas seguían con el “no queremos reyes idiotas, viva el estado sindical”) y que venía de jurar los principios del Movimiento, pronunció por primera vez la palabra “democracia” en el 76 ante el Congreso de los Estados Unidos. Arias Navarro todavía era presidente del gobierno y la Constitución no estaba en el horizonte. Era la primera vez en décadas, desde don Manuel Azaña, que la palabra “democracia” adquiría en boca de un Jefe del Estado español connotaciones positivas y separadas de conceptos tales como el “contubernio” y la “conspiración judeo-masónica”.

Con el tiempo algunos han querido minimizar o cuestionar el papel de Juan Carlos I en ese periodo olvidando los momentos críticos vividos, las amenazas regresivas y obviando que el Rey emérito demostró ser en cada ocasión un motor del cambio y no un lastre. Un motor acompasado al sentir de la inmensa mayoría de los españoles que apostaban por la reconciliación y la mirada al futuro. Lo demás ya es historia.

En la formación y sensibilidad plenamente democráticas de Felipe VI no parece necesario detenerse demasiado. En su corto pero intenso reinado ha podido evidenciarlo por ejemplo en su alocución tras el 1 de Octubre en calidad de Jefe de Estado y como “símbolo de su unidad y permanencia” cuando el irregular funcionamiento de las instituciones autonómicas catalanas amenazaba esa unidad y esa permanencia.

Todo este excurso para recordar que, como no puede ser de otra manera y tal y como sucede en Suecia, Noruega o Dinamarca, el principio nacional democrático en España ha transformado, re-legitimado, sujetado y puesto a su servicio al “principio monárquico”.

Tenemos rey porque hay constitución y democracia. Lo tendremos mientras el titular de la corona sea demócrata y en segundo lugar mientras sea útil: mientras aporte un valor añadido sobre otras formas políticas del Estado y mientras conserve “el cariño y el respeto” de sus conciudadanos (volviendo a la condesa de Espoz y Mina).

A nadie se le oculta que la erosión del “cariño y respeto” de los españoles (hasta poco antes prácticamente omnímodo) estuvo detrás de la abdicación del Rey emérito. Una abdicación medida al milímetro en favor de su hijo y pensando en el futuro de la institución.

Ahora mismo, a raíz de la investigación en torno a don Juan Carlos -y con independencia de sus resultados- debemos esperar una intensificación del fuego contra el hijo, contra la institución y, por elevación, contra el sistema constitucional vigente. Lo curioso es que la investigación en sí no parece lo más importante. Ventajas ontológicas del populismo. Lo veremos, desgraciadamente.

Si el proceso no llega a nada se podrá aludir al carácter putrefacto del sistema judicial y su connivencia con las altas esferas; si culmina con algún tipo de cargo no hará falta nada más para decir que la jefatura del estado ha sido y es corrupta hasta la médula y con ella todo el “régimen del 78”. Ese “régimen” que algunos se han propuesto destruir y sustituir por otra cosa.

Temiendo, por tanto, que los cañones irán a la búsqueda de los pilares -aunque parezcan apuntar al remate que corona el edificio- conviene ser conscientes de lo que estaría en juego si llegamos a oír próximamente hablar de procesos constituyentes y de melones por abrir. Las intenciones con que se haría no parecen las más idóneas ni las más constructivas. Esta vez será diferente a las anteriores: en el gobierno hay un partido declarado enemigo del “candado del 78” y el del presidente (antiguo Partido Socialista Obrero Español) extiende silencios inquietantes para no molestar a los socios de dentro y de fuera del gabinete.

No sé si tiene mucho sentido contraponer en el vacío y en abstracto monarquía y república como modelos teóricos a fin de determinar la superioridad de uno sobre el otro en el plano axiológico. Creo que no. Si se quiere algo parecido a un debate, los republicanos de buena fe deberían ser capaces de poder argumentar las ventajas prácticas de su propuesta y poner esa “oportunidad” en la balanza junto al “coste” de abrir todo un sistema político en canal.

El cambio del título II, con su reforma constitucional agravada, supone un cambio de régimen. Los enemigos del régimen democrático vigente lo saben perfectamente y podemos intuir (o constatar en el caso de los secesionistas) lo que para ellos significa la palabra “república”. No cabe duda de que van a aprovechar cualquier oportunidad para avanzar en sus propósitos. Conviene que quienes defendemos los cimientos y los productos de la democracia más estable, avanzada y completa de nuestra historia seamos igualmente conscientes de lo que se juega en cada asalto a nuestra forma de convivencia.

Emocional y políticamente me reconozco en esa sensibilidad amplia y diversa ubicada en las coordenadas del pensamiento social-liberal republicano y humanista que desemboca en abril del 31. Con nombres como Julián Besteiro, Fernando de los Ríos, Ortega, Ossorio y Gallardo, etc.

Desde el reconocimiento de esa herencia republicana que trasciende el binomio izquierda-derecha, mirando el paisaje amplio, reconociendo las ínfulas anti-nacionales y anti-liberales de gran parte de los partidarios de la III República, no me cuesta hoy declararme “republicano con rey” (jugando con las palabras del interesantísimo Ossorio y Gallardo citado más arriba). O “monárquico razonado”, si se me permite cambiarle una palabra nada menos que a Thomas Mann, de pensamiento monárquico pero que se declaró republicano razonado («Vernunftrepublikaner») intuyendo acertadamente que la asediada república de Weimar era el único sinónimo posible de democracia y libertad, como trágicamente demostrarían los acontecimientos posteriores.

Salgamos del armario en defensa del sistema del 78, de la Constitución y sus instituciones democráticas

Salgamos del armario en defensa del sistema del 78, de la Constitución y sus instituciones democráticas. Exijamos al mismo tiempo el mayor rigor, la mayor transparencia y la más acrisolada ejemplaridad a esas mismas instituciones y a sus titulares. Nos va mucho en ello. Mucho más que una corona.

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