El ambiente en Venecia se amasa en agua de mar y aceite. En el borde de la Plaza de San Marco, donde apenas se roza con su laguna, miramos a la otra orilla y parece que contemplamos el Oriente mismo. Se disuelve el aire allí en bruma dorada y granate. El mar deja ver el fondo de color ocre para que las aguas transparentes se coloreen de verde. En el agua se mezclan la arena y la sal y al toque con el sol, toda la piel del mar brilla en frescos pellizcos de luz. A la vez y en la catedral, supura el mármol de la fachada algo del oro con el que está bañada por dentro. Allí hemos ido a escuchar misa. Sorprende la solemnidad del sacerdote, que lleva el rito con hondura y alejado de la frivolidad que se encuentra en tantas iglesias.
Venecia mantiene una religiosidad profunda, maciza. Se ha fortalecido en la duda de no saberse si oriental u occidental. Hoy que el Occidente es un pueblo cansado, apenas se da cuenta de que hay dudas que, sostenidas en el tiempo, vivifican al capaz de soportarlas. Dudas, en fin, que no se responden de cualquier manera ni como quitándonoslas de encima. Así Venecia oscila aún hoy entre el este y el oeste, entre Roma y Bizancio, entre lo católico y lo que no lo es. En esa duda se ha hecho. Del mismo modo, cuando Descartes hizo el método a partir de la duda, y enunció el “pienso, luego soy”, nos dijo su verdad personal más propia y no sólo la conclusión de un razonamiento. Él, que se nutría del puro goce intelectual, sentía al dudar que ganaba quilates, que era.
Las gentes de Venecia, por su parte, guardan con el visitante una maternal cortesía y tratan con el turista como el maestro con el chico que aún no ha madurado. Los venecianos han entregado su vida a ser venecianos. Cuidan su ciudad con mimo y con exigencia luchan por tenerla a punto, por que no pierda por dejadez el lustre de tantos siglos. De esta responsabilidad con su propia historia son capaces muy pocos pueblos. El tono grave de la vida permanece en algunas plazuelas de Venecia y se acerca mucho al que todavía se respira en tantos lugares de Castilla. Pero siempre destila esa sensación algo de amargura y prosaísmo, y en las dóciles noches es difícil no preguntarse si merece la pena tanto esfuerzo. Al despertar el día toca de nuevo ser veneciano y del muelle batiente, desamarrar la barca. O toca ser castellano y de un campo con sed, segar el trigo. Seriedad de pueblo grande, desconocida para el chico.
El peso de la ciudad se asienta en innumerables troncos que a veces se equivocan y emergen a la superficie como catalejos viejos. Allí se sujetan los botecillos o se posan las gaviotas. Se une a la madera el noble ladrillo, que se pinta de rojo coral y así gana Venecia en cercanía y cotidianeidad. Desde los canales la luz se salpica en los muros rosáceos, que parecen rezumar agua y sal. Al fotografiarlo, sin embargo, al intentar hacerlo nuestro, todo ello se desvanece. Recuerda así a la mujer joven que, al tiempo que se enciende en su espontaneidad y frescura, deja adivinar algo de su misterio pero nos hace imposible apresarlo del todo.
Si la arcilla y la madera son el sostén de Venecia, de piedra ha construido ventanales, palacios y logias. Se anudan los arcos góticos y se erigen finas columnas. La vida frágil de la Edad Media, siempre a punto de quebrarse, late en estas construcciones. La diversión honda que para los muchachos hubo en aquella época, tensa entre el amor y la muerte, lo hace en nuestros romances.
Un sueño soñaba anoche,
soñito del alma mía,
soñaba con mis amores,
que en mis brazos los tenía.
Vi entrar señora tan blanca,
muy más que la nieve fría.
—¿Por dónde has entrado, amor?
¿Cómo has entrado, mi vida?
Las puertas están cerradas,
ventanas y celosías.
—No soy el amor, amante:
la Muerte que Dios te envía.
—¡Ay, Muerte tan rigurosa,
déjame vivir un día!
—Un día no puede ser,
una hora tienes de vida.
Muy deprisa se calzaba,
más deprisa se vestía;
ya se va para la calle,
en donde su amor vivía.
Cuenta el evangelio de San Marcos, sólo se cuenta en él, un suceso mínimo, apenas apercibido, de otra noche de amor y muerte. En el huerto, en calma quieta la madrugada, un hombre ha llorado y ha rezado. Poco después, cuando apenas se ha entregado a los que a apresarle vienen, surge de la confusión un niño valiente que lleva por vestido una sábana blanca, quizá lo único con lo que ha podido cubrirse cuando ha subido hacia los olivares. Los soldados han intentado cogerle. Han agarrado la tela y se la han quitado, pero el chico, posada en él la mirada serena de Cristo, se les ha escapado.
En todo lo que hagas, hombre,
ingenuo candor de niño.
Sólo sigue a la Verdad
el que anda desnudo el camino.