Universidad - Carlos Martinez Gorriaran

Quién iba a decirnos que la falsificación de títulos universitarios iba a cortar por lo sano las carreras políticas de Cristina Cifuentes y Carmen Montón y puesto en peligro las de estrellas ascendentes como Pablo Casado y Pedro Sánchez. Durante lustros, la costumbre política de inventar rumbosos currículos universitarios ha contrastado con su desdén por la universidad real. Albert Rivera no tenía empacho en difundir un currículo con una licenciatura, dos másteres y un doctorado en Derecho (algunos obtenidos el mismo año), suflé que ha ido menguando hasta bajar a licenciatura corrientita. Centenares de altos cargos se han precipitado estos días sobre sus currículos oficiales para someterlos a una corrección preventiva que deja su estatura académica al desnudo: muchos apenas tienen algo más que “estudios en”.

El problema no es tanto que muchos políticos en ejercicio tengan una formación universitaria precaria como que mientan falseando títulos de estudios superiores costosos de obtener para el común de la gente. Su falsedad desprestigia a política y universidad de una sola carambola. Pero su conducta indecente también dice mucho de la política española y del funcionamiento de la universidad.

La avería del ascensor social universitario

La concepción de los estudios universitarios como un ascensor social y político antes que como una formación del máximo nivel perjudica tanto a éstos como a la formación alternativa. Nuestro porcentaje de graduados universitarios es similar a la media OCDE (41% y 43% respectivamente), pero es mucho más bajo en técnicos cualificados y mucho más alto en jóvenes sin estudios o ni-ni, 35% en España y 16% en la OCDE.

Hoy tenemos 162 instituciones de nivel universitario reconocido, con 82 universidades integrales; 60 son públicas, muchas creadas respondiendo a demandas políticas. La oferta académica tradicional se ha multiplicado mientras muchos nuevos campos están en mantillas. Así, contamos con 43 facultades públicas de Derecho, en general poco especializadas, pero la capacidad en ciencias cognitivas y otros campos nuevos es mínima. Es un sistema universitario joven pero académicamente envejecido.

Cuando fui diputado propusimos una vía interesante de optimización de los recursos, unificar centros y aumentar las facilidades y ayudas a la movilidad, tanto de docentes como de estudiantes. Fue rechazada. La política ha consistido en dividir y subdividir en vez de concentrar medios y talento. Por ejemplo, en 1996 nació la Universitat Miguel Hernández de Elche con centros desgajados de Alicante y Politécnica de Valencia. Se optó por una clonación de bajo nivel, querida por el caciquismo y la endogamia porque en una universidad nueva es mucho más fácil llegar a ser director, decano o rector.

La adaptación al sistema europeo de Bolonia tropezó desde el principio con la escasez de doctores cualificados para impartir másteres y doctorado, cosa que tampoco es de extrañar cuando un doctorado vale menos en un concurso de méritos que la “lengua propia” autonómica

Es cierto que hay buena formación en determinadas ingenierías, ciencias de la salud, empresariales y otras especialidades como matemáticas, geología o astrofísica, pero también titulaciones sin más sentido que la tradición o reservar un dominio a los caciques. La adaptación al sistema europeo de Bolonia tropezó desde el principio con la escasez de doctores cualificados para impartir másteres y doctorado, cosa que tampoco es de extrañar cuando un doctorado vale menos en un concurso de méritos que la “lengua propia” autonómica. En la mía, la Universidad del País Vasco, en el baremo de méritos vigente el euskera suma hasta once puntos de cien frente a los seis del doctorado, ocho si es “tesis internacional”.

Uno de los problemas estructurales de la universidad española es la endogamia y sus efectos: caciquismo académico, bajo nivel medio e inmovilización del profesorado. La endogamia cierra los departamentos a la competencia de candidatos “ajenos a la casa”. La inmensa mayoría de los docentes se han doctorado en el mismo departamento en el que pasarán el resto de su vida laboral: en 2006 fue del 97 %, frente al 10% de Estados Unidos.

La endogamia obedece a dos razones: una es laboral, pues como el aspirante tiene pocas posibilidades en departamentos foráneos tan endogámicos como el suyo acaba resignado a intentarlo en casa; la otra es el clientelismo de los caciques que buscan a toda costa dominar a profesores que les deban el puesto. Hay casos de abusos sexuales como impuesto por la obtención de la plaza, cobro de comisiones y plazas cuasi hereditarias. Pero el vicio más corriente, consagrado como norma consuetudinaria, es sacar a concurso plazas con perfiles diseñados ex profeso a la medida del “candidato de la casa”, a veces hasta extremos tan grotescos que en los últimos años algunos concursos han sido anulados por sentencia judicial tras el largo proceso necesario para desmadejar la maraña de arbitrariedades perpetradas.

Es iluso esperar que una institución dominada por el caciquismo vaya a reformarse por su cuenta

Es iluso esperar que una institución dominada por el caciquismo vaya a reformarse por su cuenta. Por el contrario, todos los partidos con posibles han fundado sus propios cotos endogámicos universitarios. Un día abordé a Wert en su escaño de ministro, y puesto que manteníamos una relación correcta, le pregunté qué pensaban hacer con la universidad: “Nada”, fue la lacónica respuesta. Y en este caso decía la verdad.

La obsesión estadística de los gobiernos y medios ha limitado el debate sobre la educación superior al lugar de las universidades españolas en los rankings internacionales, como el famoso de Shangái, donde todas están lejos de las cien de cabeza. Se considera algo humillante, en lugar del reflejo realista de la mala gestión. La Ley de Universidades concede a sindicatos, grupos de presión y organizaciones de estudiantes la llave del gobierno de la universidad. En no pocos casos el rector es elegido gracias al voto decisivo de los representantes de estudiantes en el Claustro, votados con una participación muy baja. Y el rectorado puede favorecer de muchas maneras arbitrarias a las asociaciones estudiantiles clientelares y marginar o disuadir las de otro signo. En las elecciones al rectorado de la Universidad Complutense de 2014 votaron 8.279 estudiantes de un censo de 77.187. Y la Universidad Autónoma de Barcelona ha sido obligada por sentencia judicial a inscribir en su registro asociativo a la Agrupación de Jóvenes de Societat Civil Catalana de la UAB, objeto de agresiones impunes por oponerse al separatismo. Así están las cosas.

La desconfianza política y la burocracia asfixiante

A nadie informado se le escapa que el nivel universitario español no está a la altura del desarrollo global del país. Pero la reacción a este desfase ha consistido en la desconfianza, agravando los peores rasgos de la institución

Por otra parte, a nadie informado se le escapa que el nivel universitario español no está a la altura del desarrollo global del país. Pero la reacción a este desfase ha consistido en la desconfianza, agravando los peores rasgos de la institución. Por ejemplo, imponiendo una burocracia delirante que impone barreras de acceso abusivas tratando de abaratar costes, pero que sólo produce pobreza. Los requisitos para aspirar a profesor titula y catedrático (funcionarios públicos) han ascendido de tal modo que, como expliqué en El Asterisco, alguien como Albert Einstein no daría la talla y sería excluido de un concurso público. Han preferido sustituir a los docentes funcionarios por contratados precarios mucho más baratos, en condiciones leoninas: en no pocas facultades más del 40% del profesorado cobra menos de 500 euros mensuales, a pesar de las exigencias desorbitadas para ocupar incluso un puesto de ayudante doctor, que incluyen doctorado, estancias internacionales, publicaciones de prestigio, idiomas. Hoy en día ser docente universitario de alto nivel no permite llegar a fin de mes ni pagar un alquiler medio. Y con estos mimbres se pretende competir con los cestos universitarios británicos, americanos o japoneses, donde semejante degradación es sencillamente inimaginable.

Quizás mi propia experiencia documente mejor el caso. Cuando me reincorporé a la docencia pensé ofrecer un par de asignaturas optativas para estudiantes de Filosofía. Antes del 2000 era algo muy sencillo: bastaba la aprobación del departamento y la facultad, y una matrícula de alumnos suficiente. En 2017 esta iniciativa requería la aprobación del Departamento, Facultad, Comisión Evaluadora del Grado, Junta de Gobierno de la Universidad, ANECA y Ministerio; el tiempo mínimo requerido es unos dos años. Entre tanto, los estudiantes quedan obligados a seguir itinerarios rutinarios y conservadores, forzados por la inercia y la imposibilidad burocrática de ofrecer nuevas asignaturas.

Intenté también crear un Grupo de Investigación en mi campo (estética y teoría de las artes) para organizar un equipo, formar a los estudiantes de máster y doctorado y, por supuesto, aportar algo interesante. Imposible. La creación de estos grupos, aunque salgan gratis, depende de requisitos inalcanzables para un grupo de profesores corrientes, a los que sin embargo se les exige investigar, participar en eventos y publicar en revistas académicas de alto nivel, y no sólo a ellos, sino a sus estudiantes de doctorado, redirigidos así hacia los grupos de investigación consolidados. Obviamente, es una barrera de acceso que reserva la investigación oficial al profesorado veterano que ha podido dedicarse a cumplimentar las exigencias burocráticas de requisitos diseñados a su medida. Esta normativa excluyente forma un círculo vicioso irreconciliable con el objetivo tópico de una universidad innovadora y abierta que incluya a profesionales e investigadores no académicos.

¡Máster para todos!

Para compensar, la reacción política ha sido vulgarizar los títulos codiciados por la titulitis tradicional en una especie de campaña “¡máster para todos!”. En el proceso de Bolonia teóricamente vigente, el máster es un segundo ciclo universitario reservado a la máxima cualificación profesional en cada campo, y al acceso al doctorado. En España se ha convertido en una factoría de emisión de títulos sin más valor que dar un barniz de prestigio a currículos anodinos, y de paso una forma de financiar a la universidad, porque los títulos sin valor cuestan caro y salen baratos. Por eso han proliferado como moscas: sólo en 2013 se ofrecieron unos 7.200 programas y cursos de postgrado; muchos son simples cursillos en seudociencias y ocurrencias varias y ni siquiera requieren profesorado cualificado, como el dirigido por Begoña Gómez -cónyuge de Pedro Sánchez- que ni siquiera tiene un grado universitario.

Así pues, tenemos tres tipos de máster: los “habilitantes”, exigidos obligatoriamente para ejercer abogacía, psicología, arquitectura, ingenierías y profesor de secundaria (un gran negocio para facultades y Colegios profesionales); los “másteres propios”, a veces obtenidos a través de convalidaciones masivas de otros estudios, como parece ser el de Pablo Casado, o colecciones de superficialidades empaquetadas como máster, tal el de Carmen Montón en “estudios interdisciplinares de género”; y finalmente están los auténticos másteres oficiales universitarios que cursan estudiantes que quieren especializarse o doctorarse; los buenos son muy selectivos y tienen requisitos exigentes de dedicación, trabajo y resultados.

En historia de la economía existe la máxima de que “la mala moneda expulsa a la buena” –ya lo explicaba aquí César Nebot-, y esto es exactamente lo que está ocurriendo con la manipulación de los títulos superiores para hacer carrera política sin méritos académicos, o proliferando para financiar a los centros y colegios profesionales. Los hechos demuestran de modo inequívoco el enorme daño que esa pésima política está haciendo a la buena universidad y a la educación en general. Ese es el principal problema político actual: su capacidad de corromperlo todo.