UNA VAQUILLA

Pasado el tiempo y leído sobre la guerra civil más que sobre cualquier otro tema uno sigue preguntándose con Julián Marías “¿cómo pudo ocurrir?”. Cómo fue posible que una tan pequeña minoría dispuesta a matarse entre sí pudiera arrastrar a todo un país a un torrente de sangre. Si pudo ocurrir bien pudo haberse evitado, no tenía por qué ocurrir. Si ocurrió lo peor es porque se cegaron por todas partes las posibilidades de lo mejor o –simplemente- de lo razonable hasta conducir a la nación a un estrecho callejón en el que uno tenía que pasar necesariamente por encima del otro para continuar.

Julio del 36, octubre del 34, agosto del 32, mayo del 31, abril del 31, las guerras carlistas (de la que la guerra civil sería la última). Fechas e hitos históricos señalados como vueltas decisivas en el engranaje acelerado de la historia y que, bajo mirada retrospectiva, aproximaron el desastre mayúsculo. Cada acción tomada como una frase más dentro de una tragedia griega.

Uno intuye que la cierta dimensión de todas esas cotas históricas (y de las otras infinitas que podríamos sonsacar de los hechos y de las vidas humanas) no pueden valorarse desde el territorio como se hace desde el mapa.

Por eso puede jugar al “mi yo” y ponerse en la piel de un supuesto sosia anacrónico trasladado a los años treinta. “Mi yo” qué hubiera pensado, sentido, la primera vez que vio salir humo de un convento unas semanas después de la proclamación de la República; la primera vez que escuchó en la radio eso de “la dialéctica de los puños y las pistolas” o la expresión “dictadura del proletariado”; cuando unos y otros naturalizaban desconocer los resultados de las elecciones cuando no ganaban los propios; cuando supo que en Asturias algunos supuestos republicanos se habían levantado para apropiarse de la República y convertirla en otra cosa; cuando notaba como en la pequeña o la gran conversación política se iba introduciendo como carcoma la lógica perversa del amigo-enemigo, el desesperado desgarro del todo o nada; cuando oyó contar en el café que habían matado tres esquinas más allá a otro muchacho que repartía un periódico socialista y al otro día a un teniente de la guardia de asalto y al otro a un importante diputado de la derecha y que de pronto, de un día para otro, se pedían armas para “sacar” a los presos de la Modelo de Madrid y se babeaba en radio Sevilla que había que violar a las mujeres de los rojos. Qué locura. Qué maldita y condenada locura.

Lo que uno quisiera llegar a concluir tras ese ejercicio es que la inmensa mayoría de los otros “sosias anacrónicos” con los que se relaciona en su día a día hoy habrían sentido el mismo asco, la misma aversión profunda hacia los hechos luctuosos, peligrosos e incendiarios que se iban produciendo y reproduciendo a su alrededor primero en cuentagotas y luego en chorro. Habrían opuesto alguna forma de resistencia. ¿Sí?

Y llegados a la encrucijada, ya en el vértice de lo inevitado/inevitable, no habiendo servido de nada esas resistencias, una mayoría sin madera de héroe haría esfuerzos por no devenir en bestia y, desde luego, lo posible por no ser mártir.

Y sin embargo hubo tantos… Tantos héroes –obligados, inconscientes o por vocación- tantas bestias sedientas y tantos mártires en ambos bandos, en prácticamente todas las familias del país…

Esa triada clasificatoria, tan democrática y omnicomprensiva, es la empleada por Chaves Nogales como subtítulo de su ‘A sangre y fuego’: esa obra que –lo diremos otra vez- debería ser lectura obligatoria en todos esos institutos que andan ahora tan ocupados en “las competencias” y “las destrezas” (si es que el rechazo al pensamiento sectario, el reconocimiento del valor absoluto de la vida humana y la renuncia al cainismo merecen ser tenidas por competencias y destrezas).

Seguir leyendo, seguir discutiendo, seguir pensando hoy la guerra civil sólo tiene sentido si se hace desde la biología, no desde la ideología. Desde una dimensión humana verdadera, compleja y espinosa que habla del miedo, del valor, de la miseria y la grandeza, del odio, del perdón o del arrepentimiento. No de los grandes, pulidos y cerrados relatos que pretenden asignar una conclusión a aquella guerra tan cubierta de aristas, de metralla. Por mucho que esa feliz, tranquilizadora y supuestamente rentable versión quiera esculpirse con el marchamo oficial del BOE o se cuele en el enésimo discurso panfletario y guerracivilista de cualquiera de las tendencias.

Aproximaciones biológicas, no ideológicas, son las que hacen falta para interiorizar, procesar y superar colectivamente lo sucedido entre 1936 y 1939. Ejemplo de esta forma “orgánica” de contar y de entender la guerra civil –además de en Sangre y Fuego- se encuentra con lenguaje tan distinto en ‘La vaquilla’ de Berlanga. Especialmente en su última secuencia: esa vaca que se han intentado arrebatar los contendientes yace muerta pudriéndose al sol y devorada por carroñeros mientras la cámara se aproxima lentamente y suena la copla más triste de Angelillo. Mil poemas militantes, cien himnos exaltados, mil pinturas murales, cien discursos hagiográficos sobre los protagonistas, un currículo académico circunstancial, desmigadito y demediado no son ni serán capaces de explicar la guerra española como esa sola secuencia.

La vaca para nadie, muerta en mitad de la nada, todos en el fondo perdedores. Y esa mezcla de profunda tristeza entreverada por la aguda e insostenible presencia del absurdo. Y de nuevo la pregunta del principio, la pregunta primera, la única relevante a estas alturas: “¿cómo pudo ocurrir?”

Casi 90 años después está próxima a extinguirse la voz de los testimonios directos, biológicos por antonomasia. Tan distintos y tan humanamente similares entre sí y, sobre todo, tan diferentes de los discursos ideológicos. Corremos pues más riesgo que nunca en democracia de caer en las versiones y las perversiones ideológicas, partidistas y aprovechadas de la guerra civil.

“Nuestro yo” de hoy debe ser capaz de resistir.