Carlo Ginzburg es un historiador muy conocido. Ya lo era antes de que yo empezara a estudiar historia en la facultad por El queso y los gusanos, un maravilloso libro en el que recomponía el mundo de un oscuro molinero friulano del siglo XVI gracias a unas fuentes indirectas, un proceso inquisitorial. Ginzburg sacó del anonimato a este personaje subalterno, el inolvidable Menocchio, y lo puso a la altura de Luis XIV, Botticelli o Churchill. Nacía la microhistoria.
Ginzburg repasaba la relación que ciertos sentimientos morales mantienen con dicha categoría espacial, la distancia
Pero en estos días me estoy acordando mucho de otro trabajo suyo, un capítulo de un conjunto de ensayos sobre la distancia, donde Ginzburg repasaba la relación que ciertos sentimientos morales mantienen con dicha categoría espacial, la distancia. La envidia o la compasión que podemos llegar a sentir por un hermano o un vecino, por ejemplo, no son las mismas que las que despiertan, pongamos por caso, un mandarín chino en la otra parte del planeta. Este era el título del capítulo, precisamente: “Matar a un mandarín chino”. La responsabilidad moral y la conciencia también se atenúan con la distancia. Los afectos se multiplican y se diluyen en función de esa categoría que ahora cobra máxima actualidad. Diderot, Chateaubriand, Balzac y muchos otros argumentaron sobre la cuestión filosófica que hoy día atraviesa el planeta a la velocidad de la expansión del coronavirus. Carol Reed y Graham Greene también dejaron una secuencia inolvidable en lo alto de la noria del parque de Viena en El tercer hombre. ¿Cuántas luces seríamos capaces de apagar por mil o un millón de dólares? De lejos, somos diminutos, prescindibles. Y potenciales asesinos.
Ante los hechos de las últimas semanas, provoca estupor la falta de previsión de las autoridades del mundo occidental. Muy pocos se alarmaron por lo que estaba ocurriendo en China desde el mes de enero. Sorprende que nadie pensara que aquí podría suceder lo mismo. ¿Falta de responsabilidad, conocimientos, empatía? ¿Exceso de soberbia o ignorancia? ¿Negacionismo? De todo un poco.
“Esto no puede pasarnos a nosotros”, parece haber sido el mantra que han conjugado y declinado las autoridades sanitarias y políticas desde Italia a Washington, pasando por Madrid, Londres o Berlín. Es un caso del que hablaremos durante los próximos años. Es demasiado pronto como para sacar conclusiones. Lo tenemos demasiado cerca como para observarlo con cierta distancia, precisamente. El conocimiento también exige una cierta distancia para ejercer el juicio con rigor y con datos fiables. Necesitamos tiempo y distancia, autocrítica, estudios sostenidos. Necesitamos demógrafos, epidemiólogos, microbiólogos, virólogos. Necesitamos ciencia.
Con todo, parece claro que la lejanía del lugar que aún ocupa China en el imaginario occidental ha provocado una anestesia reconfortante y muy peligrosa. Esa imagen es fruto de siglos de prejuicios orientalistas, desconfianza y falta de empatía con aquella parte de la humanidad. Por desgracia, la globalización nos ha puesto de bruces con una nueva realidad: el lejano Oriente ya no lo es, la distancia ha sido abolida. La recorren en pocas horas aviones, viajeros, negocios, congresistas, turistas y naturalmente virus. La diferencia entre la distancia real y la imaginaria con aquella parte del mundo se ha revelado letal.
¿Debemos volver al aislacionismo, las naciones estado, el mercantilismo, el feudalismo? Aunque quisiéramos, sería imposible. Menos mal. Solo los partidarios de Mad Max y algún lunático identitario querría algo así (aunque haberlos los hay y con sueldo público). La globalización también es el remedio, la terapia para combatir la miopía que nos ha impedido ver no solo que lo lejano nos puede suceder cualquier día, sino que de hecho nos sucede desde el momento en que les sucede a otros, pues los chinos, como el mercader de Venecia, sangran si les pinchan y se infectan con los mismos virus que nosotros.
Las vidas de todos nosotros, ancianos, Menocchios o chinos invisibilizados por la exaltación de la juventud, la riqueza, el poder o la distancia, están conectadas entre sí
La globalización también es el mecanismo por el que se multiplican la empatía, la solidaridad y el coraje. Lo microscópico importa. Las vidas de todos nosotros, ancianos, Menocchios o chinos invisibilizados por la exaltación de la juventud, la riqueza, el poder o la distancia, están conectadas entre sí. Nos contagiamos lo peor, pero también lo mejor. Robert Louis Stevenson, viajero, enfermo crónico y explorador de la doblez de la condición humana, lo dejó escrito en el consejo que hoy debería inspirarnos: “Guárdate tus miedos para ti, pero comparte tu valentía con los otros».