Símbolos España - Carlos Martínez Gorriarán

Una manera interesante de conocer la historia de un país es a través de los avatares de sus símbolos nacionales: banderas, himnos, escudos y demás panoplia representativa. Y conduce a descubrir lo mucho que unas naciones se parecen a otras. Los españoles, por ejemplo, tendemos a creernos únicos y originales (y no digamos ya las ramas periféricas llamadas vascos, catalanes, gallegos, andaluces etc…) en lo que a símbolos se refiere por nuestra complicada relación con los emblemas colectivos. Hoy día, por ejemplo, buena parte de la izquierda rechaza la bandera roja y amarilla, y sólo se reconoce en la tricolor republicana, que nunca ha sido más que una bandera de parte. Por no hablar de las “guerras de banderas” que fueron tan tediosamente comunes y violentas en el País Vasco, y vuelven a estar de moda en Cataluña. Allí los separatistas han desempolvado la conocida por “la cubana” (su estrella cuatribarrada imita, en efecto, la de los insurrectos cubanos del XIX) para desplazar a la venerable enseña medieval de la Corona de Aragón. Sin embargo, las representaciones nacionales cambian más y más rápido de los que parece a primera vista, y pocas veces están exentas de alguna polémica. El libro de Javier Moreno Luzón y Xosé M. Núñez Seixas, Los colores de la patria. Símbolos nacionales en la España contemporánea (Tecnos) es una recomendable exploración de la historia de nuestros símbolos nacionales, tanto los oficiales como los alternativos y los muchos intentos fallidos. Entre otras cosas, porque su investigación prioriza el dato histórico objetivo sobre la valoración sentimental y emocional que forma parte inseparable del uso público de banderas e himnos.

Tendemos a creer que tales símbolos son, como las naciones, “de siempre”

Tendemos a creer que tales símbolos son, como las naciones, “de siempre”. Incluso hay quien cree que Colon desembarcó en Guanahani (Bahamas) enarbolando la bandera nacional actual (así aparecía pintado en mis libros escolares de primaria), pero hasta finales del siglo XVIII la mayoría de los países no tenía “símbolos nacionales” por la sencilla razón de que aún no eran naciones en el sentido actual, es decir, comunidades políticas soberanas. Banderas, marchas y escudos eran símbolos de la respectiva monarquía, dueña de la soberanía, o del ejército y la armada. La bandera española actual, diseñada para los buques de guerra de Carlos III, no fue oficial y obligatoria para la marina mercante hasta 1926. Los colores de la patria desvela muchos datos sorprendentes de este tipo. Hasta que no nacen las naciones modernas, tras la “revolución gloriosa” inglesa de 1688 y sobre todo las revoluciones americana y francesa que proclaman la “soberanía del pueblo” sobre los reyes, es un anacronismo hablar de “símbolos nacionales”. Lo que había antes era una profusión de enseñas, banderas, estandartes y escudos de tal o cual rey, reino, provincia, ciudad e incluso regimiento militar, ninguna de ellas representativa del conjunto de los ciudadanos.

Las naciones modernas son una creación intelectual del pensamiento ilustrado y del liberalismo político, y nuestra historia ofrece un magnífico ejemplo de este principio general

Esa conexión genética de los símbolos nacionales con el Estado-nación, que tiene poco más de dos siglos de antigüedad, es la que los hace aún controvertidos. Como diría Deng Xiaoping, habría que esperar aún algunos siglos para comprobar si perduran. Las naciones modernas son una creación intelectual del pensamiento ilustrado y del liberalismo político, y nuestra historia ofrece un magnífico ejemplo de este principio general. Fernando VII intentó de hecho suprimir los incipientes símbolos nacionales de España por su adscripción al liberalismo de las Cortes de Cádiz y su oposición al absolutismo. Las desgracias del liberalismo español inauguraron la que quizás sea la mayor singularidad española en la por lo demás zarandeada historia universal de los símbolos nacionales, a saber: desde el principio, la volatilidad y provisionalidad de los símbolos nacionales expresaba la debilidad e incertidumbre del concepto constitucional de “nación española”, forjado en las Cortes de Cádiz y la guerra contra Napoleón.

La cuestión de los símbolos no es un asunto menor. El ser humano es un animal simbólico, lo que significa un par de cosas importantes. La primera es que nuestro pensamiento discurre con símbolos, y la segunda que por eso mismo los símbolos tienen una importancia mucho mayor de la que suele creerse para el pensamiento, para los sentimientos y para la acción. Por otra parte, un símbolo es básicamente una cosa que está en lugar de otra o la representa de alguna manera; así, por ejemplo, una bandera está en el lugar de un país que puede ser nuestra nación o patria, pero también el símbolo de un país odiado o una patria rechazada. Eso convierte a las banderas en algo mucho más importante que simples señales de identificación de un trozo del planeta. Las banderas emocionan, identifican, promueven o provocan, según sea el punto de vista del interesado o el modo en que sean empleadas. Por tanto, estudiar el significado histórico de las banderas es mucho más que hacer heráldica o clasificar señales: es estudiar el significado de la nacionalidad y de la comunidad política.

Luchas políticas y símbolos provisionales

La bandera rojigualda, el escudo y la Marcha Real no se oficializaron por completo hasta la Ley de Jurisdicciones de 1906

Quizás sorprenda al lector descubrir que la monarquía fue reticente a convertir la Marcha Real, la vieja Marcha de Granaderos también elegida por Carlos III como música de pompa y circunstancia, en Himno Nacional de España porque la transformación de una música reservada a ser interpretada en presencia de la familia real en marcha para cualquier evento oficial, desde el inicio de curso escolar a la inauguración de una fuente, equivalía a reconocer la precedencia liberal de la Nación sobre el Rey. Esa resistencia conllevó que los liberales radicales, demócratas y republicanos eligieran otro candidato a himno nacional igualmente frustrado, el Himno de Riego. Considerado populachero y ruidoso (más parecido al Ça Ira que a La Marsellesa, en atinada comparación de los autores), bastantes republicanos preferían adaptar La Marsellesa, entre otras propuestas que incluían jotas aragonesas, piezas de zarzuela y cuplés de gran éxito popular, como la Marcha de Cádiz o La banderita. Así que la bandera rojigualda, el escudo y la Marcha Real no se oficializaron por completo hasta la Ley de Jurisdicciones de 1906, ¡nada menos!

Al final de la guerra civil, la incertidumbre sobre cuál era el himno oficial de España condujo a episodios tan berlanguianos como que una banda nazi interpretara el prohibido himno republicano para recibir en el frente ruso a la División Azul. Pero la provisionalidad simbólica también facilitó que cada partido tuviera un himno que aspiraba a sustituir al nacional: los anarquista A las barricadas, los falangistas el Cara al Sol, los socialistas y comunistas La internacional (en sus dos versiones), los carlistas el Oriamendi, y los nacionalistas los suyos. Se daba la penosa circunstancia de que todos ellos eran mucho más intensos y emotivos que los himnos oficiales, de los que se espera que motiven y unan en una emoción compartida de pertenencia a una patria de todos.

La única razón de que la vieja y poco querida Marcha Real se impusiera como Himno Nacional es que era  la más útil para imponerse a carlistas y falangistas

Durante la guerra civil, España era una furiosa cacofonía de marchas que no podían sustituir con facilidad ni el feúcho Himno de Riego ni una Marcha Real sin letra asociada con el régimen monárquico de la Restauración y las derrotas coloniales en Cuba, Filipinas y Marruecos. Incluso los falangistas intentaron que su vibrante y popular Cara al Sol fuera el nuevo himno nacional, imitando a sus colegas nazis y fascistas en este intento de desplazamiento. La única razón de que la vieja y poco querida Marcha Real se impusiera como Himno Nacional es que era la preferida con mucho del Ejército vencedor, y la más útil para imponerse a carlistas y falangistas. Los múltiples intentos por dotar de letra al himno, todos frustrados, constituyen una historia aparte.

Problemas de la representación nacional

Es una complicación bastante común en casi todas las naciones modernas. En la propia Francia, presentada como ejemplo de sólido y antiguo Estado unitario nacional, los símbolos republicanos no acabaron de convertirse en realmente nacionales hasta la derrota ante Prusia de 1871 y, sobre todo, hasta las grandes masacres de la I Guerra Mundial.

La consolidación popular de himnos y banderas ha estado muy unida a las grandes guerras de movilización nacional contra el enemigo común

La consolidación popular de himnos y banderas ha estado muy unida a las grandes guerras de movilización nacional contra el enemigo común. Eso explica hechos como que el himno de Rusia siga siendo el antiguo del Partido Comunista con la supresión de los ditirambos a Lenin y su “glorioso partido”; para los rusos, era y es el himno inseparable de las amargas, sangrientas y gloriosas victorias de la Gran Guerra Patria y la derrota del Reich nazi alemán. ¿Y qué decir de los Estados Unidos? A 80 años de conseguida su independencia, y dotados de una rica panoplia de símbolos republicanos, el país estuvo a punto de romperse por la Guerra de Secesión en dos naciones diferentes con sus propios emblemas. El uso oficial de la bandera de la Confederación derrotada sigue siendo motivo de litigios. Respecto a la República Federal de Alemania, adoptó sus símbolos actuales… tras la derrota de la Alemania nazi, que a su vez había suprimido los de la República de Weimar que cambió los del II Reich.

La diferencia española es que, por suerte y por desgracia, las guerras en las que el país había estado implicado desde las guerras napoleónicas han sido guerras civiles y guerras coloniales, poco motivadoras para el patriotismo y muchas veces desastrosas. La derrota colonial de Cuba y Filipinas alentó mucho el nacionalismo catalán y, de rebote, el vasco, ambos con sus propias panoplias e historias simbólicas. En el caso vasco se admitieron como “símbolos nacionales” los inventados por Sabino Arana gracias a la derrota en la Guerra Civil, pues las derrotas épicas son a veces más eficaces en esta materia. En definitiva, España no ha pasado por la pruebas de nacionalización bélica de otras naciones, lo que ha redundado en la presente debilidad simbólica nacional. Pero tampoco es un caso exclusivo: ahí están, por otras razones peculiares, las debilidades de Bélgica, Italia o del propio Reino Unido, que sí han pasado por tales experiencias trágicas. La cuestión, pues, sigue abierta.

La importancia olvidada de la educación

La tesis de Los colores de la patria, sin duda acertada, es que las aparentes dificultades especiales de los españoles con sus símbolos comunes derivan de la marginación de España de los grandes conflictos internacionales. La excepción de la Guerra de Cuba confirma la regla pues, no por casualidad, representó el apogeo de la popularidad de la bandera bicolor y la Marcha Real hasta que la catástrofe militar arrastró con ella al descrédito estos símbolos patrios. Un efecto negativo repetido pocos años después, en 1921, con el desastre de Annual en la guerra del Rif: las marchas militares, incluyendo la Marcha Real, oficiaban como anuncios de desastres y masacres. En resumen, España no ha logrado superar la identificación de la simbología oficial con regímenes políticos contestados por buena parte del país: primero la monarquía de la Restauración, luego la II República, y después la dictadura de Franco.

El éxito de la Transición pareció calmar las aguas del simbolismo nacional y nacionalista durante algunos lustros

El éxito de la Transición pareció calmar las aguas del simbolismo nacional y nacionalista durante algunos lustros, pareciendo que se había conseguido una convivencia razonable y civilizada entre símbolos nacionales y símbolos nacionalistas, de partido y locales o regionales. La renuncia del PCE de Santiago Carrillo a la tradición comunista y republicana fue la gran –y generosa- aportación para conseguirla. Sin embargo, a cuarenta años de la foto histórica del Comité Central del PCE con la bandera rojigualda, la impugnación de los símbolos comunes ha revivido con furia tanto entre el nacionalismo periférico como entre la paleoizquierda identificada con la II República como único Estado legítimo. ¿Qué ha ocurrido? Algo bastante sencillo: de nuevo el olvido de la escuela.

Una nación democrática necesita como cemento emocional algo más que los datos económicos a los que se aferra el PP o las bobadas plurinacionales de los socialistas

Además del servicio militar y las hazañas bélicas, la adhesión emocional a los símbolos nacionales tiene otro fundamento principal, la educación obligatoria en tanto que “educación para la ciudadanía”. El ministro de educación de la III República francesa podía presumir de que a determinada hora todos los niños de Francia estaban estudiando el mismo libro de historia y aprendiendo, por ejemplo, el intolerable despojo de Alsacia y Lorena por las armas prusianas. Sin llegar a tanto, es obvio que una nación democrática necesita como cemento emocional algo más que los datos económicos a los que se aferra el PP o las bobadas plurinacionales de los socialistas. Si no se comprende la dimensión emocional de la adhesión política, se deja completamente en manos de quienes no sólo la comprenden, sino que la explotan hasta el extremo: los nacionalismos periféricos y el populismo.

Algo de lo que se olvidaron los arquitectos de la Transición cuando traspasaron la educación a las Comunidades Autónoma, o lo que es igual, se la regalaron a un nacionalismo en ascenso que ascendió mucho más gracias a este presente inesperado. La generación que en Cataluña, por ejemplo, abomina de los símbolos españoles y ondea la estelada ha sido adoctrinada en ese sistema antagónico. ¿Y la de Madrid entusiasmada con la tricolor?: algo parecido, pues la educación renunció hace mucho a educar en valores compartidos con sus respectivos símbolos para cultivar en exclusiva el particularismo local y la historia a conveniencia.