La Ola - Jaime Berenguer

Corren tiempos revueltos. Parecía que tras la Segunda Guerra Mundial y la caída del telón de acero había llegado el fin de la historia. La democracia, asentada en Europa y Estados Unidos junto con el fin del comunismo, parecía allanar el camino hacia la pax universal. Pero nada más lejos de la realidad, los problemas se han multiplicado especialmente en donde menos podía esperarse, la vieja Europa. Convertida, una vez más, en campo de batalla de casi todas las guerras, ahora, ideológicas, económicas, geoestratégicas, identitarias, religiosas, culturales, apenas me dejo alguna. Un inconfundible tufo de conflicto social sacude todas las cancillerías empezando por la más importante, la Unión Europea, mientras el populismo se ha convertido en tema de debate permanente en España, Grecia, Italia, Francia, Gran Bretaña, Alemania, Holanda, Hungría o Polonia.

¿Qué pasa? ¿A qué viene tanta agitación? ¿Nos hemos vuelto locos los europeos? Nada más lejos de la realidad. Lo que está pasando es absolutamente “normal”, esperable y perfectamente explicable en términos psicosociales. Así, al menos, sería esperable desde la Teoría de la Gestión del Terror enunciada por Greenberg, Pyszczynski y Solomon.

Según la Teoría de Gestión del Terror el comportamiento humano se explicaría por el miedo a la muerte

Según la Teoría de Gestión del Terror el comportamiento humano se explicaría por el miedo a la muerte, presente unas veces de manera consciente, la mayoría de ellas inconscientemente. En cualquier caso, el miedo al no ser, a dejar de existir, provoca un permanente estado de ansiedad al que debemos hacer frente para no caer en la locura.

Para combatir esta ansiedad, las personas utilizamos al mismo tiempo dos tipos de mecanismos distintos y complementarios. Por una parte, los mecanismos proximales, básicamente racionales, individuales y centrados en desviar la atención sobre nuestra vulnerabilidad, generando pensamientos y creencias alternativas a la muerte (v.g. en mi familia son todos longevos por lo cual yo también lo seré). O bien, creando conductas que aumenten nuestra percepción de control sobre la muerte (v.g. hacer ejercicio o comer saludablemente para aumentar nuestra esperanza de vida). Un segundo tipo de mecanismos serían los denominados distales, fundamentalmente ligados al grupo, a la pertenencia e identidad grupal, especializados en alejar los pensamientos sobre nuestra mortalidad y fugacidad vital a través de mecanismos que “den sentido de transcendencia a nuestra existencia”, ya sea por la creencia en una vida futura (v.g. la religión), ya por formar parte de un grupo que permanezca cuando nosotros ya no estemos, algo por encima de nosotros, un ente del que formemos parte para siempre (v.g. la patria o un movimiento político –una buena explicación del nacionalismo irracional). En este caso, la cultura (nuestra visión del mundo, valores, creencias, símbolos, mitos y demás) tendría como función fundamental garantizar nuestra existencia (también después de la muerte).

El hecho clave para explicar el conflicto social reside en que este permanente “auto engaño” para no pensar en la muerte puede verse alterado por algún hecho puntual o conjunto continuado de ellos que aumente nuestra conciencia sobre la muerte y amenace nuestra cultura

Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el conflicto social y lo que pasa en Europa y otras partes del Mundo? El hecho clave para explicar el conflicto social reside en que este permanente “auto engaño” para no pensar en la muerte puede verse alterado por algún hecho puntual o conjunto continuado de ellos que aumente nuestra conciencia sobre la muerte y amenace nuestra cultura (como acabamos de ver vehículo de trascendencia). Esta “amenaza” en ocasiones es más imaginaria que real, pero en otras es tan real como la vida misma (v.g. los atentados terroristas). Cuando esto ocurre crece la «prominencia de la mortalidad», el individuo ve amenazada su visión del mundo (creencias, normas, comunidad moral, símbolos y mitos), lo que los sujetos son o creen ser, lo que representan ellos y los suyos, su familia, sus amigos. Una amenaza que, lejos de lecturas ingenuas, puede tomar un carácter profundamente agresivo en la lucha por la hegemonía.

Cuando llegamos a este punto el conflicto está servido, la reacción ante la amenaza, sea ésta irracional o no, provoca reacciones defensivas como el aumento de la cohesión grupal, de la identidad nacional, la búsqueda por restaurar o incrementar la autoestima colectiva o el aumento de la diferenciación endo-exogrupal, entre otros, cuya finalidad es la de acrecentar la capacidad de afrontamiento ante la amenaza y, por tanto, de “supervivencia”, nuestra, de los nuestros, de lo nuestro.

¿Y esto es bueno o malo? Pues siento decepcionarles por parecer algo relativista pero la respuesta más correcta es depende. Tendemos a pensar -incluso los profesionales del asunto- que de este tipo de situaciones solo se pueden derivar cosas negativas, pero esto no es necesariamente así. Por poner un ejemplo sencillo pero claro, es como la energía nuclear, que es buena o mala dependiendo de cómo y con qué fines se utilice. Así que, es cierto que el desencadenamiento de este tipo de procesos puede desembocar en situaciones terribles, sobre todo, cuando son utilizadas por psicópatas con un fin perverso. Ahí están efectos tan reconocibles para todos como la dominación, la búsqueda del poder, los conflictos entre grupos, los atentados, la discriminación, la xenofobia, el favoritismo, los prejuicios, la corrupción y tantos otros. Algunos estudios en este sentido demuestran que al aumentar la prominencia de la mortalidad, los grupos se vuelven más conservadores, más permisivos con los malos actos de los suyos, más severos con lo que amenaza su visión del mundo, trabajan más en equipo para defenderse y tratan de aumentar su autoestima, normalmente, a base de buscar enemigos.

La historia nos proporciona decenas de ejemplos de tiranos que han utilizado un chivo expiatorio, los otros, para manipular a la masa sentimental saltándose la legitimidad democrática y constitucional

La historia nos proporciona decenas de ejemplos de tiranos que han utilizado un chivo expiatorio, los otros (sea lo que sea que signifique eso), para manipular a la masa sentimental saltándose la legitimidad democrática y constitucional, generando discursos de odio, utilizando la educación para manipular a los niños inocentes sin posibilidad alguna de defenderse para crear siervos de su gleba, supremacistas dedicados a eliminar derechos individuales por motivo de lengua, lugar de nacimiento, raza o religión, leyes que multan si no rotulas en una determinada lengua, mafias dedicadas a confeccionar listados de aquellos que no votan lo que ellos dictan o a acosarles en sus casas o negocios marcándoles con la estrella, siempre la estrella.

Ahora bien, no es menos cierto que estos mismos mecanismos psicosociales sirven, precisamente, para combatir esos mismos males, una cuña de su propia madera. La Historia nos muestra que los mismos procesos permitieron también la organización para combatir, primero, y derrotar, después, tanta tiranía. No hace falta irse a principios del siglo XX para encontrar buenos ejemplos de lo que digo, basta con mirar hoy mismo hacia Cataluña.

El ser humano, equivocado o no, suele hacer las cosas por algo

Es en estos términos en los que pueden entenderse algunos de los conflictos y acontecimientos políticos que estamos viviendo en Europa. La reacción a una amenaza, o a lo que se vive como tal, no se trata de un virus ni de un rasgo de personalidad que caracterice a una ideología o grupo social, sino de mecanismos psicosociales, fundamentalmente defensivos (no siempre ofensivos, como suele proponerse desde algunos partidos políticos y medios de comunicación). No se trata, por tanto, de que nos estén creciendo los malos como setas (a veces sí), suele deberse más a efectos perversos de la situación. La explicación del comportamiento humano debe basarse en procesos dinámicos y multivariados, alejándose de explicaciones simplistas y de tópicos deterministas. El ser humano, equivocado o no, suele hacer las cosas por algo.