Quien siga el día a día informativo de estas últimas semanas en Asturias podría pensar que está rebrotando espontáneamente la demanda por la oficialidad del asturiano. Mi visión no es esta. Lo que yo percibo es que el muy cuestionado dirigente de un partido en Madrid, el PSOE, ha pedido a sus asistentes ideas para detener la sangría de votos a favor de Podemos. Alguien le ha sugerido que en Asturias sería rentable abrazar la causa de la “lengua represaliada”, y aunque solo la mitad de sus parlamentarios autonómicos han secundado esta táctica, les ha faltado tiempo a los asturianistas para echar cuentas y descubrir que, por primera y seguramente última vez en la historia, tienen una ventana de oportunidad parlamentaria de la que podría salir un hipotético respaldo a la oficialidad. De ahí el lema central de las manifestaciones, la urgencia: “¡ahora es el momento! ¡no hay que dejar pasar la ocasión!”
Como suele ocurrir en lances parecidos, quien apoya el asturiano es progresista, joven e ilusionado (¿cómo puede la izquierda haberse subido a estas carretas?), y quien se opone es retrógrado y casposo
Y la movilización ha sido inmediata. Hay que hacerles sentir a esos diputados que tendrían detrás el clamor unánime del pueblo si se atrevieran a dar el paso. Como suele ocurrir en lances parecidos, quien apoya el asturiano es progresista, joven e ilusionado (¿cómo puede la izquierda haberse subido a estas carretas?), y quien se opone es retrógrado y casposo. Y, como también ha ocurrido tantas veces, los que están a favor hablan bien alto y claro, y quienes están en contra callan para no meterse en líos. Con lo que parece que todo el mundo piensa igual, salvo algunos estrafalarios de extrema derecha. A ver qué dicen las urnas, al final. La ceguera de los pro-oficialistas es tal que acaban creyéndose su propia ensoñación, hasta que la gente que se calla habla en la votación secreta, y llegan las sorpresas, como ya ha pasado alguna vez en Asturias cuando ha habido que dirimir estos asuntos.
Corresponde ahora, sin embargo, analizar esta propuesta política en sus implicaciones y consecuencias. Siempre me han llamado la atención dos nociones que los asturianistas reclaman en su argumentario: presentar sus demandas como un derecho inalienable, y justificarlas como un esfuerzo necesario para la preservación de un patrimonio cultural amenazado, cuya defensa debe involucrarnos a todos.
La oficialidad del asturiano no es garantizar su derecho a usarlo, sino poder obligarme a mí a emplearlo. Porque de eso se trata, no nos engañemos
Sobre el derecho a usar el asturiano, no creo que nadie, a día de hoy, lo discuta ni cuestione. En Asturias, a nadie se le impide en nuestros días usar ese código normalizado por la Academia de la Llingua, y no podrán quejarse sus defensores de falta de apoyos y subvenciones para la creación y la comunicación, desde la artística hasta la cotidiana. Pero ellos no exigen algo que ya tienen. La oficialidad del asturiano no es garantizar su derecho a usarlo, sino poder obligarme a mí a emplearlo. Porque de eso se trata, no nos engañemos. Si un estudiante ve consagrado por la ley su derecho a redactar un examen en asturiano, automáticamente queda obligado su profesor a leer en asturiano para evaluarlo. Y lo mismo ocurre al elaborar un documento administrativo, al actuar ante la justicia o al relacionarse con la salud pública. Es lo que tienen las lenguas, qué se le va a hacer. El derecho de unos pocos se convierte así en una obligación para toda la sociedad. Esta obviedad, y sus consecuencias, han sido soslayadas cuidadosamente del debate durante años, pero últimamente mueven a nerviosismo a sus nuevos defensores, quienes han comenzado a modular sus exigencias, y a prometer que la oficialidad en Asturias será “amable”, “no impositiva”, y otros excipientes semejantes. Difícil evitar aquí la frase hecha: excusatio non petita, accusatio manifesta; o, en versión del refranero, “quien se excusa, se acusa”: no hay oficialidades “amables”, ni “no impositivas”, porque la oficialidad consiste precisamente en eso, en tener poder legal para imponer. Si no, no hace falta ninguna la oficialidad. ¿Es que no hemos aprendido nada de lo que ha pasado a nuestro alrededor?
Preservar la herencia del pasado no significa convertirlo en pauta para el futuro, y mucho menos en imposición
Otro concepto que se ha revelado muy eficaz para atraer a indecisos ha sido el de patrimonio. Una vez que se etiqueta el asturiano bajo calificativo tan prestigioso, es como si se convirtiera en algo intocable, y para muchas personas ya no es necesario reflexionar más: las posibles valoraciones críticas quedan automáticamente en suspenso. Todos reconocemos como un logro de la civilización moderna la protección, el estudio y el esfuerzo por comprender aquello que el pasado o la naturaleza han legado, por encima de intereses inmediatos o sectoriales. Pero preservar la herencia del pasado no significa convertirlo en pauta para el futuro, y mucho menos en imposición. El arte del pasado, de cualquier etapa, es un patrimonio que una sociedad culta valora y conserva sin escatimar esfuerzos, pero nadie concebiría obligar a los nuevos pintores a imitar a Velázquez. Quienes aman la música se alegran de ver llenas las salas de conciertos, pero no arrastran a todo el mundo a ellas. ¿Cómo puede esgrimirse entonces el concepto de patrimonio para hacer socialmente obligatoria una lengua? La trampa conceptual que subyace a este enmascaramiento es que las lenguas no son un patrimonio sin más. Puede parecer sonrojante recordarlo, pero las lenguas sirven para comunicarse, son como mínimo cosa de dos, y de cuantos más mejor, y no basta el voluntarismo de unos pocos para que pervivan, tienen que ser la genuina elección de los hablantes, nunca lo que se les imponga. La mejor prueba de que la sociedad asturiana no practica esa libre elección de forma mayoritaria es, precisamente, la obstinación de querer recurrir a la fuerza legal para inducirla.
Lo que nos lleva a la siempre resbaladiza cuestión del peso demográfico de esta demanda. El discurso oficialista oscila entre dos polos contradictorios
Lo que nos lleva a la siempre resbaladiza cuestión del peso demográfico de esta demanda. El discurso oficialista oscila entre dos polos contradictorios: para justificar el cambio de estatus legal, una misma persona afirma que el asturiano es una lengua amenazada, y con número de hablantes peligrosamente decreciente –por lo que necesita protección–, y unos minutos más tarde afirma sin rubor que en realidad el asturiano lo habla, o al menos lo entiende, en torno al 80% de la población de Asturias. Pero ambas caras de esta bipolar alternancia de argumentos son inexactas.
En Asturias nunca hubo un asturiano unificado ni general. Tras dos siglos de existencia, el reino de Asturias se desplazó a León a inicios del siglo X. Y el leonés, romance hablado en este reino medieval, lejos aún de fijarse, fue más tarde orillado por el ascenso sociopolítico del castellano, que comienza a estandarizarse como lengua general hispánica en el siglo XIII. Existe un subgénero literario conocido como ucronía, que consiste en narrar cómo se hubiera desarrollado la historia de haberse producido soluciones alternativas a determinadas inflexiones. Robert Harris escribió una novela ucrónica en la que Hitler había vencido. Era siniestra a más no poder, pero lo curioso es que los neonazis alemanes la convirtieron en libro de culto, para desolación de su autor. Pues algo así aprecio en el ideario que comparten los asturianistas con otras ideologías conexas: el singular empeño de soñar una sociedad en que las cosas hubieran seguido una evolución distinta a la que fue. Puestos a imaginar ucronías, no pienso que sea más alegre una en la que el Archiduque Carlos hubiera vencido a Felipe de Anjou, y no le veo mucho post-futuro a un reino asturiano con capital en Oviedo más allá del siglo XI. Pero da igual, porque lo que pasó no se puede cambiar. Con la herencia del pasado vivimos.
La Academia de la Llingua Asturiana, con nuestro sustento (que jamás agradecerá), ha hecho en los últimos cincuenta años lo que piensan que hubiera sucedido en los diez siglos que no sucedieron, y ha creado una variante codificada y normalizada de la lengua con la que muy pocos se reconocen de grado, y menos los hablantes de las muchas variantes en que ha pervivido el asturiano real. Por eso quieren usar el amparo de las instituciones para lograr, desde la escuela y la imposición, lo que la realidad les niega.
No creo que lo consigan, pero como siempre, del experimento saldrán escaldados los más débiles
No creo que lo consigan, pero como siempre, del experimento saldrán escaldados los más débiles. Los padres que pueden elegir llevan a sus hijos a una escolarización que soslaya lo más posible esta aventura, y se verán forzados a ella quienes solo puedan acceder a la escuela pública, la que debería ser referencia emancipadora para todos, la que más debería permitir superar el localismo al conjunto de los ciudadanos. Y no barrunto nada bueno en una sociedad donde a un médico se le exija o se le reconozca como mérito el poseer un conocimiento certificado del asturiano para ejercer. Regulaciones así solo pueden bloquear la movilidad y el dinamismo social.
La opción que tienen ahora nuestros representantes políticos es muy clara: en Asturias, hoy, existe un código, la lengua española, que todos compartimos ya, y no solo entre nosotros, sino con una veintena larga de naciones más. Y hay otro código, artificialmente creado para estandarizar las decenas de variantes del asturiano, que sin duda muchos aprecian y cultivan con esmero, pero que no ha sido ni es de alcance general. Mantener el castellano como la lengua de todos nos une, entre nosotros y con los demás. Convertir el asturiano en lengua oficial solo nos separa y nos aísla, entre nosotros y de los demás, y abre el paso a una sociedad cerrada y políticamente fiscalizable en todos sus niveles de actuación.
Yo, al menos, siempre me inclinaré por cualquier camino que ayude a eliminar las fronteras que el pasado nos dejó. Demasiadas son ya, como para empeñarse en crear otras nuevas.