Si uno busca en Internet «higiene” “Edad Media» aparecen en los primeros puestos varios enlaces donde se dice que la higiene y los baños brillaban por su ausencia.
Es absurdo pensar que nuestros antepasados medievales no conservaran los antiguos saberes botánicos, sobre todo aquellos relacionados con la limpieza del cuerpo, como ridículo pensar que las mujeres, responsables principales del confort doméstico, fueran incapaces de realizar estas tareas.
Las personas en contacto directo con las enseñanzas del cristianismo no descuidaron algo tan básico. Peinarse los cabellos y lavarse los pies fueron parte del ritual litúrgico. Los monasterios tenían sala de baños. En la Biblia hay varios versículos donde se habla de la limpieza corporal, ya que el cuerpo es un reflejo del alma. Durante las peregrinaciones los baños, además de servir para limpiarse el polvo del camino, eran un signo de purificación y renovación bautismal. Otro ejemplo interesante lo encontramos en las normas de los Templarios:
«Los que sirven a Dios, es necesario que sean limpios en el interior y exterior, pues así lo afirma el Señor: sed limpios, porque yo lo soy.»
Tal vez sea nuestra superioridad tecnológica y nuestras obsesiones higiénicas (¿cuál es el límite de lo limpio y lo sucio?) las que nos han llevado a creer que sin grifos, ducha o aspiradora la vida de nuestros antepasados se movía entre porquería.
Es difícil señalar quién y en qué momento aparece este mito, que también se ha extendido al Siglo de Oro, pero es posible que fueran algunos estudiosos del primer tercio del siglo XVI los que pusieran la primera piedra, señalando a la Edad Media como inculta, desorganizada y bárbara. Además divulgaran la leyenda sobre la prohibición o destrucción de los baños por Alfonso VI tras varias derrotas contra los musulmanes. Hecho que se relata en la Estoria de España, obra alfonsí (siglo XIII), que a su vez obtiene datos de la obra, con pasajes más o menos fantasiosos, de Lucas de Tuy, Chronicon mundi, 1236:
«Y preguntó el rey Alfonso a sus sabios, por qué los soldados no podían soportar el esfuerzo del ejército. Ellos respondieron: porque están allí en los baños y los vuelven débiles. Entonces el rey hizo destruir los baños de su reino, y que los soldados sudaran con varios ejercicios.»
Pero el mito tomará forma durante la Ilustración, donde el culto a la razón lo justifica todo. Si sus ciudades sufrían problemas de limpieza y canalización de aguas, las del Medievo no podían ser mejores o iguales. Además propagarán la idea de una Iglesia rigurosa y puritana, que prohibía la desnudez y consideraba el baño pecaminoso. Sin embargo moralistas y clérigos no daban tanta importancia a los cuerpos desnudos, y si levantaban la voz contra los baños de inmersión en «termas» era por considerarlos lugares de relajación moral o de disfrute.
Los baños calientes o de vapor se fueron cerrando a finales del siglo XV y principios del XVI por varias causas, siendo las principales el aumento alarmante de la promiscuidad sexual (llegando incluso a practicarse la prostitución), la idea de que eran puntos de propagación de enfermedades, la progresiva transformación demográfica y urbana y porque el mantenimiento de los baños requería un alto consumo de agua y de leña. Médicos y eruditos desaconsejaron (que no prohibieron) estos baños artificiales, salvo para usos terapéuticos. En el caso de usarse para el aseo debían tomarse ciertas precauciones. Sería interesante saber hasta qué punto estas recomendaciones tuvieron un impacto real en toda la población peninsular.
Extraigo dos citas curiosas:
Fray Luis Escobar en Las respuestas quinquagenas, 1526, al contestar una pregunta en la que se habla de la escasez de los baños entre los señores de Castilla, escribe:
«Solían siempre hacellos/ en ciudades principales/ y por bienes comunales/ guardallos y sostenellos/ los sanos se recreaban/ y los dolientes sanaban/ y otros bienes muchos más/ que dice Santo Tomás/ que en los baños se encontraban/ mas también hay grandes males/ que del mucho uso resultan,/ que en los que en ellos se juntan/ hacen pecados mortales./ Que se hacen lujuriosos,/ delicados y viciosos/ con achaque de salud,/ quedan flacos, sin virtud, cobardes y temerosos.»
Como vemos se apoya en Santo Tomás, que en su obra Summa Theologiae considera que los baños mitigaban la tristeza, pero también, sin nombrar la fuente, exagera la leyenda de Alfonso VI.
Y Cristóbal de Castillejo, primera mitad del XVI, en su poema erótico Estando en los baños, escribe:
«Vienen de todos los estados/ tras estos locos placeres/ muchos mal aconsejados/ frailes, clérigos, casados/ hombres varios, y mujeres»
Luego los baños se seguían utilizando.
Pero es posible que el mito se intensificara durante el siglo XX con los estudios sobre los cronistas árabes Ibrāhīm ibn Yaʿqūb y de Abu Abdullah al-Bakri.
Ibrāhīm (hacia 965) tomó fragmentos de las crónicas del comerciante Abraham ben Jacob (siglo X), crónicas tristemente perdidas, sobre las descripciones de varias ciudades de Francia, y escribe sobre los soldados cristianos «francos»:
«No se limpian ni se lavan al año más que una o dos veces, con agua fría. No lavan sus vestidos desde que se los ponen hasta que, puestos, se hacen tiras; creen que la suciedad que llevan de su sudor proporciona bienestar y salud a sus cuerpos. Por otra parte sus ropas son en extremo delgadas, hechas jirones, mostrando por entre las aberturas lo más de su cuerpo»
La estrategia es clara: para atacar al enemigo nada como desacreditarlo.
Abdullah (hacia 1068) escribe algo muy parecido a lo escrito por Ibdrahim, pero refiriéndose a los cristianos de la Península Ibérica, llamados por aquel entonces galaicos:
«Sus soldados […]. No pueden verse gente más sucia, más engañosas o más viles: ignoran la limpieza, sólo se lavan una vez o dos en el año, con agua fría. Nunca limpian su ropa, que las llevan continuamente hasta que se caen a girones»
Dicho todo esto, desde hace ya unos cuantos años están apareciendo trabajos específicos que niegan este mito tan arraigado. Hay escritos de época donde se constata la preocupación que tenían por el cuidado y aseo de enfermos y niños abandonados en hospitales y centros de recogida. Se sabe de la existencia de numerosos baños públicos en las urbes cristianas, tanto por documentos como por estudios arqueológicos. Se han conservado recetarios medievales para la higiene del cuerpo, para mantener la piel sana, quitar manchas de la ropa, fabricar perfumes, etc., recetas que también se transmitían oralmente de madres a hijas. Inventarios y testamentarias donde se citan recipientes para la colada y para la limpieza del cuerpo. La propia iconografía nos informa como hombres y mujeres llevan el cabello bien peinado, incluso arreglado con sofisticación.
Como investigadora de la indumentaria me gustaría poner en valor la naturaleza de las prendas: las fibras naturales son transpirables, con propiedades protectoras, antibacterianas y termorreguladoras, virtudes de las que carecen las fibras sintéticas. El lino y el algodón limpiaban con el roce la piel, esto ya era conocido desde tiempos muy antiguos. Sabían cómo usar el cáñamo o el esparto, no solo para hacer jergones, sábanas y camisas, sino también para hacer paños exfoliantes (el esparto de los guantes de baño no es una invención actual).
Y para terminar, esto escribió Covarrubias en su obra Tesoros de la lengua castellana, 1611, en la entrada sobre los baños:
«los vaños, son ciertos lagares, o publicos, o privados adóde, o por sanidad, o por limpieça acudimos a lavarnos.»
Bibliografía:
López Piñero, J. M.: Los orígenes de los estudios sobe la salud pública en la España Renacentista. 2006.
Gómez-Moreno, M.: Introducción a la Historia Silense con versión castellana de la misma y de la crónica de Sampiro. 1921.
González Fernández, M: Medievo y Renacimiento, ¿ruptura o continuidad? (El marco historiográfico de una polémica). 1994.
Noriega Hernández, J. C.: El baño temascal novohispano, de Moctezuma a Revillagigedo. Reflexiones sobre prácticas de higiene y expresiones de sociabilidad. 2004.
Ortego Agustín, Mª Á.: Discursos y prácticas sobre el cuerpo y la higiene en la Edad Moderna. 2009.
Peréx Agorreta, M. J., Escorza, C. M.: Termalismo antiguo: actas. 1997.
Pereira Martínez, C.: La regla primitiva de la orden del Temple. 2002.
Más bibliografía en este enlace.