La forma del agua - Fabián Rodríguez

Guillermo del Toro, en su pasión devoradora por el cine fantástico, nos ha hecho a los que nos gusta ese género un regalo impagable. No sólo nos ha refrescado las neuronas a quienes hace muchas lunas que peinamos canas con la evocación de uno de los primeros estremecimientos infantiles que tuvimos con la que en España se tituló La mujer y el monstruo, de Jack Arnold (que también nos regaló en su momento El increíble hombre menguante, basada en la novela de Richard Matheson, otro maestro), ya que la criatura del mexicano es una réplica exacta (aunque mejorada) a la del americano, sino que ha aprovechado la ola para colocarnos una fábula deliciosamente narrada, con precisión cirujana y sin irse por ningún cerro, ni de Úbeda ni de Wisconsin, respecto a la guerra fría entre los bloques soviético y estadounidense, tratados de la manera más sarcásticamente maniquea, con el desprecio que merecieron siempre ambos bandos (y que no estoy muy seguro que no sigan mereciendo, dados los tiempos de brocha gorda que corren, que tratan de resucitar pugnas ya periclitadas entre aristocracias antañonas y sansculottismes de nuevo cuño que suenan más a coña que a algo serio), junto al desprecio al diferente, al raro, al no encajado en los dogmas dominantes de una sociedad que diciéndose liberal, como la de los años 60 americanos, en los que está ambientado (perfectamente) el film, trataba a sus compatriotas negros (ahora se estila decir afroamericanos; no me busquen a mí por esos predios) de una manera muy próxima a la teoría nazi de los untermensch.

La forma del agua es también un trasunto de la leyenda de La bella y la bestia

La forma del agua es también un trasunto de la leyenda de La bella y la bestia, porque la belleza de su principal intérprete femenina, la extraordinaria Sally Hawkins, no reside en sus facciones, sino en sus pasiones, en su corazón compasivo. Y la bestialidad no está en la criatura mitológica que quiere borrarse del mapa, empezando por encadenarla y torturarla para que no incordie con su presencia o simple existencia las cotas de encaje en el lecho de Procusto que toda civilización, cultura o simple pensamiento humano lleva consigo, sino más bien en quienes tienen la vara del mando, poco dados a que el raro, el diferente, tenga un hueco de afecto en el conjunto en el que nada tiene que desentonar, nada tiene que salirse ni una micra de su cauce, nada puede expresarse, ni con los colores y formas de un Edward Hopper, de los que esta película está repleto, ni con los de las gentes de tez morena, ni siquiera con los de un Norman Rockwell, encarnados, también con un guiño cómplice, en el personaje del dibujante publicitario gay, vecino y amigo de la muda protagonista de esta historia, que todo lo dice con sus miradas y sonrisas.

¿Y qué dos películas se están exhibiendo, de las que podemos ver algunas breves secuencias?

Hay más guiños, naturalmente. Elisa (Sally Hawkins) y su vecino artista (Richard Jenkins) viven en unos pisos alquilados encima de un cine que tiene programadas una de esas gloriosas sesiones dobles que tanta nostalgia nos provocan a los ancianos de la tribu. ¿Y qué dos películas se están exhibiendo, de las que podemos ver algunas breves secuencias? Pues La historia de Ruth, de Henry Koster, que argumentalmente está relacionada con la película de Guillermo del Toro, y Mardi Gras, un musical de los años 50 que también tiene su correspondiente y rendido homenaje en una secuencia maravillosa en la que Elisa, en plan Ginger Rogers, recupera la voz, sólo para sus ensoñaciones y las de los espectadores.

Una gran película, emotiva sin dejar el humor de lado, sin un gramo de azúcar que la endulce innecesariamente y con una factura impecable que la va a retener por mucho tiempo en la memoria de los espectadores.