Rousseau era un tipo muy curioso, especialista sobre todo en apariencias. Abrumado por sus fobias y debilidades, buena parte de lo que sostuvo en su vida entraba en franca contradicción con lo que indicaba el conocimiento de la naturaleza humana en general, y de la suya, altamente imperfecta, en particular. Así que no podía esperarse gran cosa cuando propuso cómo debía organizarse la judicatura. Rousseau adoptó, como el proyecto revolucionario francés al que inspiró, el paradigma de la división de poderes, y reservó en ella a los jueces un papel aparentemente mecanicista, limitado a aplicar las leyes que se creían esclarecidas y autosuficientes. Pero como era de esperar, Rousseau hizo trampas, porque era oportunista y un pelín malicioso, pero no tonto.
¿A quién le importa la soberanía del pueblo expresada en procesos deliberativos, esto es, reflexivos y racionales, cuando puede agitar a las masas y recoger los frutos?
Él sabía que la figura de un juez dedicado a aplicar ciegamente la ley, como la boca que expresa un contenido incontrovertible, que puede resolver sin interpretación cualquier situación imaginable, era simplemente imposible. Así que en su modelo, que fue el adoptado en el primer periodo revolucionario, los jueces eran nombrados y cesados por el pueblo a través de la Convención, y su suerte dependía no de que fueran buenos intérpretes de la ley, sino de que sujetaran o no su actuación a las expectativas sociales de cada momento, en una situación que hoy podríamos calificar como presión social. De este modo, eran cesados si contrariaban el sentir popular, y por el contrario, eran promovidos a los más altos cargos de la República si seguían las exigencias coyunturales de cada momento. Porque, qué demonios, ¿a quién le importa la soberanía del pueblo expresada en procesos deliberativos, esto es, reflexivos y racionales, cuando puede agitar a las masas y recoger los frutos? Los jueces de Rousseau estaban pensados para ser grandes demagogos, sensibles a su promoción política, antes que buenos juristas.
Ya sabemos que las cosas no fueron del todo bien. La Revolución Francesa se caracterizó por poner en juego un puñado de excelentes ideas, que debieron hacerse efectivas navegando a través de una tormenta alimentada por las peores pasiones. Así que una vez superado el primer periodo del Terror, y apenas diez años después de la Constitución de 1791, el nombramiento de los jueces pasó de la Convención al primer Cónsul.
Los jueces siguen siendo esas personas molestas que no hacen más que incordiar, en cuanto se empeñan en interpretar la ley emanada del legislativo, dotándola de un sentido con vocación de permanencia y generalidad
Como pueden observar las cosas no han cambiado demasiado. Los jueces siguen siendo esas personas molestas que no hacen más que incordiar, en cuanto se empeñan en interpretar la ley emanada del legislativo, dotándola de un sentido con vocación de permanencia y generalidad, que debe aplicarse al caso concreto con la flexibilidad que permita cada ordenamiento jurídico, pero que no puede malearse hasta convertirse en algo distinto e irreconocible. No hay en esto prurito formalista alguno, ni inútil rigor, sino el indeclinable acatamiento de cualquier juez responsable a la legitimidad que emana de la soberanía popular para dictar las leyes, pero también para respaldar la labor interpretativa de los jueces.
Este llamamiento a los jueces para encontrar el mejor sentido de la ley, se enfrenta a algunas de las mayores contradicciones de las democracias modernas, fertilizadas hasta la saturación por el influjo impactante de los medios de comunicación, y la tendencial inmediatez en la satisfacción de todas las necesidades: que lo que el pueblo quiere a largo plazo, puede entrar en contradicción con lo que quiere aquí y ahora, y lo que los ciudadanos quieren para sí, no siempre es lo mismo que lo que quieren para los demás. Por eso el constitucionalismo, con su esencial virtualidad contra mayoritaria, adquiere la importancia de una clave de bóveda que sostiene toda la estructura del Estado de Derecho. Integra la garantía de que el populismo coyuntural no pueda imponerse con demasiada facilidad a los grandes proyectos de la convivencia colectiva a largo plazo, ni excluir el reconocimiento de derechos fundamentales para todos, por antipáticos que caigan a unos u otros.
Es mucho más comprometido invitar a la opinión pública a reflexionar sobre un problema, incluso difiriendo su solución hasta alcanzar consensos deliberativos auténticos, que dar simplemente la razón a unos votantes ávidos de confirmación en sus prejuicios
Explicar estas cosas lleva tiempo e implica costes, porque es mucho más comprometido invitar a la opinión pública a reflexionar sobre un problema, incluso difiriendo su solución hasta alcanzar consensos deliberativos auténticos, que dar simplemente la razón a unos votantes ávidos de confirmación en sus prejuicios. Ante tal disyuntiva, una parte significativa de los políticos, pero también de los medios de comunicación, se remanga. No para explicar, sino para relegar a los jueces, para expulsarlos de su ámbito natural de actuación constitucional. Entonces empiezan los llamamientos peregrinos y las ideas antiguas: haremos leyes que os excusen de pensar, no será necesario que interpretéis, diremos exactamente cómo debéis decidir cualquier caso imaginable. O bien: si carecemos de las mayorías necesarias para cambiar la ley, vosotros, jueces, deberíais cambiar vuestra mentalidad para que la ley acabe diciendo lo que nosotros queremos que diga. O bien: dejadlo estar, parar ya, no sigáis por esta senda que no podemos controlar desde la política o desde la presión de los medios de comunicación.
Esta es la gran frustración del poder político: la evolución civilizatoria que culminó en el Estado de Derecho, forzó la renuncia al dominio del poder judicial, emancipado para siempre de las pretensiones del ejecutivo. Pero lo que se concede con una mano de manera pública y solemne, se intenta quitar con la otra, de forma disimulada y subterránea. Así estamos, en un perpetuo duelo que se libra desde hace siglos, y en el que siempre el mismo pistolero, el poder político, intenta abatir a su oponente desarmado. No olvidemos que el poder judicial arrastra severas restricciones para explicarse frente a la opinión pública, al menos en lo que se refiere a los concretos procesos con respecto a los cuales se generan las polémicas.
Así andamos todavía, como si los jueces no fueran los integrantes del tercer poder del Estado, una de las patas que lo sustentan y hacen posible
Así andamos todavía, como si los jueces no fueran los integrantes del tercer poder del Estado, una de las patas que lo sustentan y hacen posible. Como si fueran intrusos, los avanzados de una colonización extranjera, a los que podemos increpar para que vuelvan a su casa, y no aquellos a quienes hemos encomendado la garantía de nuestra convivencia, también frente al más fuerte, que a veces somos, no lo olvidemos, nosotros mismos desenfrenados. ¡Ay si Rousseau levantara la cabeza! ¡Ni en sus mejores sueños podría haber imaginado un éxito tan imperecedero!