El ascendiente social e influencia política que la filosofía y los intelectuales[1] llegaron a tener entre la crisis liberal de 1848[2] y 1939, en general hasta casi el final del siglo XX, es difícil de comprender hoy, cuando la función del intelectual ha quedado casi reducida a ideólogo de cámara o al todólogo opinador. Entonces actuaban en cambio como una suerte de conciencia pública y portavoces voluntarios de los millones de personas que componían la “mayoría silenciosa”. Una de las formas más populares de ejercer esta función eran las lecturas o conferencias públicas, a las que podían asistir miles de entusiastas pagando su entrada, como si acudieran a un concierto o un espectáculo famoso. Elias Canetti relata cómo descubrió en Viena las de Karl Kraus, de quien se convirtió en rendido admirador tras algunos recelos juveniles iniciales:
“El 17 de abril de 1924 tuvo lugar la lectura número trescientos de Karl Kraus. La Grosse Konzertthaussaal había sido habilitada para el acontecimiento. Me dijeron que no sería lo bastante grande como para albergar a los innumerables asistentes. (…) Poco después entró Karl Kraus y fue saludado con la ovación más estruendosa que jamás, ni siquiera en conciertos, había oído yo hasta entonces. (…) El silencio con que al principio fue acogida recordaba a un concierto, pero en el ambiente reinaba un tipo de expectativa muy distinto. Desde un principio y durante toda la lectura se mantuvo un silencio similar al que preludia una tempestad. Ya la primera pointe, que en realidad era una simple alusión, llegó precedida de una carcajada que me aterró. Había en ella algo de entusiasmo fanático, algo satisfecho y amenazador al mismo tiempo, y estalló antes de que el conferenciante hubiera dicho realmente a qué estaba refiriéndose. (…) Pronto caí en la cuenta de que esa gente había acudido a un banquete y no a festejar a Karl Kraus.”[3]
Karl Kraus leía a su entregado público el último número de su famosa revista satírica Die Fackel (La Antorcha), que en esa época escribía completamente solo. Leía según Canetti con un impresionante dominio de los recursos orales de entonación y timbre de voz, pero lo revelador es que aquellos centenares o miles de vieneses -las entradas se agotaban incluso en la tremenda crisis económica de posguerra- habían ido allí a celebrar al látigo de la decadencia de Austria, al incansable e insobornable fustigador de la hipocresía y la podredumbre del establishment. Esa combinación de ingenio ácido y actitud moral había elevado su fama a la máxima popularidad hasta convertir cada lectura pública suya en, como dice Canetti, un banquete con gran catarsis de carcajadas colectivas de personas muy diversas -Viena seguía siendo una gran ciudad cosmopolita-, pero que se sentían unánimemente representadas por los sarcasmos y puyas de Karl Kraus a los poderosos.
En una sociedad mucho menos alfabetizada, informada y conectada que la actual, algunos escritores y pensadores llegaron a ser verdaderamente populares, incluso en países lejanos. Hay un ejemplo extraordinario en una de las muchas anécdotas que cuenta en sus memorias Varyan Fry, el admirable americano, demócrata y altruista, que creó una red clandestina para ayudar a huir de los nazis en la Francia ocupada de 1940-1941, o al menos intentarlo, a personalidades en peligro. Consiguió sacar a entre dos mil y cuatro mil judíos y antinazis de todos los colores; la mayoría fueron famosos intelectuales, artistas y políticos buscados por la Gestapo, gente como Hannah Arendt, André Breton o Arthur Koestler. Pues bien, cuenta Fry que uno de los primeros grupos en cruzar con éxito el Pirineo para pasar a España (aunque nunca se sabía cómo iba a reaccionar la dictadura franquista, era la salida más fácil por tierra) incluía a Heinrich y Golo Mann, hermano e hijo respectivamente del famoso novelista Thomas Mann, y escritores perseguidos por los nazis ellos mismos. Hubo suerte: aunque tuvieron que atravesar los montes para evitar el control de salida, una patrulla francesa les indicó el camino a España en lugar de detenerles. Una vez franqueada la frontera invisible, los fugitivos llegaron a un pequeño puesto de control español, vigilado por dos guardias. Tal como les habían instruido, entregaron sus documentos a los españoles. Y sucedió lo más inesperado:
“Los centinelas examinaron atentamente sus pasaportes, sin manifestar interés por el señor y la señora Werfel, ni por la señora “Ludwig”; pero uno de ellos le prestó una atención muy especial a Golo Mann. Su “afidávit que hace las veces de pasaporte” especifica que se dirige a los Estados Unidos para reunirse con su padre, Thomas Mann, en Princeton. – ¿Y eso, es usted el hijo de Thomas Mann? -dijo el centinela. Por su cabeza, Golo vio pasar la lista negra de la Gestapo. Para él, la suerte estaba echada, así que por qué no representar su papel con estilo hasta el final. – Sí -dijo-. ¿Le molesta? – Al contrario -respondió el centinela-. Es un honor conocer al hijo de ese gran hombre. Y estrechó calurosamente la mano de Golo, para después telefonear a la estación para pedir que vinieran a buscarlos en coche.» [4]
Thomas Mann era admirado por millones de lectores de todo el mundo, incluso por un humilde guardia español destinado al más modesto control de fronteras. La anécdota da una idea del ascendiente de los intelectuales, pero consideremos un caso más trascendental que vamos a examinar ampliamente más adelante, el de Martin Heidegger: sin salir de su provincia y sin apenas haber publicado nada, era ya famoso; sus clases atraían a estudiantes de toda Alemania y Europa. Cuando en 1927 publica Ser y Tiempo el libro consigue fama inmediata a pesar de la dificultad de su comprensión, por el alemán sui géneris en que está escrito, y por la exposición difícil y exigente; sin embargo, en París se convirtió en el libro de filosofía más solicitado en la biblioteca universitaria. En lo que a la política respecta, Martin Heidegger se mostró ajeno, desdeñoso y, finalmente, irresponsable cuando dio su apoyo al nazismo. ¿Pero tuvo influencia política?: sí, y fue fundamental, sobre todo como filosofía antipolítica irracionalista, enemiga de la democracia.
La filosofía y los intelectuales en general tuvieron amplia responsabilidad, activa o pasiva, en la enorme crisis de los ideales democráticos a lo largo del siglo XX. Pero debemos distinguir, empero, entre la crítica de la democracia y el rechazo o confrontación total. Orwell, Russell o Arendt fueron sin duda críticos con la democracia, pero nunca apoyaron las alternativas autoritarias. En cambio, Heidegger, Benjamin o Sartre apoyaron al nazismo el primero y al comunismo los otros dos. En algunos países, como España, el compromiso intelectual con la democracia liberal fue sin embargo la actitud más extendida, sin ser ni mucho menos la única; el advenimiento de la II República fue facilitado por las tomas de posición contra la monarquía a cargo de Unamuno, Ortega y Gasset, el doctor Marañón, María Zambrano y muchos otros. En cambio, en Italia el ascenso del fascismo vino de la mano de los artistas e intelectuales futuristas de primera línea. Mientras tanto, en el mundo anglosajón el apoyo a los totalitarismos fue marginal, lo que quizás salvara a la democracia en su hora más crítica. Las élites intelectuales anglosajonas fueron en general firmemente democráticas, y así encontramos al americano John Dewey promoviendo el rescate de la filosofía de la fosilización académica para adecuarla racionalmente a los desafíos del mundo moderno, como el dudoso futuro de la democracia en la época en que escribe La reconstrucción de la filosofía (1920); esa actitud no tuvo muchos seguidores en la Europa continental.
Pero conviene advertir que, en general, la actitud política de filósofos e intelectuales no determinó realmente los grandes cambios políticos de este convulso periodo, que seguían una lógica mucho más compleja y profunda. Ahora bien, su importancia no puede ignorarse. La proliferación de filósofos, artistas, polímatas e intelectuales de todo pelaje fue la consecuencia directa de la democratización de la educación, del auge de la comunicación de masas, de la protección legal de la libertad de expresión, y también de procesos menos tenidos en cuenta, como la asimilación de los judíos alemanes y centroeuropeos, cantera fundamental de las nuevas ideas. Algo análogo sucedió en la Rusia zarista, donde nació la denominada intelligentsia, una élite crítica más o menos tolerada, pero al margen del poder político y a menudo enfrentada con él. La paradoja es que estas constelaciones intelectuales debían su existencia al éxito del Estado moderno que muchos denunciaban como causa de todos los males. En consecuencia, la intelectualidad se hizo ideóloga, como reprochó Julien Benda en La traición de los intelectuales (1926).
En cierto modo se produjo ese fenómeno que Schumpeter[5] llamó la proliferación de intelectuales irresponsables, producto de las primeras universidades masificadas y del desarrollo de los medios de comunicación, fértil vivero de esta nueva sofística. Por fortuna, la irresponsabilidad política fue compatible con la explosión de la creatividad estética (si es que no fue un ingrediente de esta). Un somero repaso a las vanguardias artísticas de los primeros decenios del siglo XX revela una panoplia de grupos y personajes favorables al anarquismo (dadaístas), el comunismo (surrealistas, constructivistas, suprematistas) o al fascismo y el nacionalismo (futuristas, simbolistas alemanes), pero pocos a favor de la denostada “democracia burguesa”: vanguardia significaba utopía y demolición de lo heredado, y formar parte de algo que se esperaba como el compromiso de los creadores más destacados, aunque fuera mera pose, un simple requisito del oficio (y esto marginó muchos años de la historia académica del gran arte a creadores interesantes que se habían mantenido al margen del vanguardismo, como el pintor español Sorolla o el italiano Morandi).
El caso es que la democracia atravesó una prolongada orfandad intelectual. Como ejemplo, en la siempre bulliciosa vida cultural italiana, el fascismo de Mussolini contó desde el principio con el apoyo de Gentile, Papini, D’Annunzio y muchos otros, además de la vanguardia futurista[6], mientras que los defensores del Estado liberal democrático, como Benedetto Croce, fueron marginados y reprimidos (también fue el destino del mayor intelectual comunista, Antonio Gramsci). En Rusia, el apoyo a la revolución y al bolchevismo fue aún mayor, pero el enorme país carecía de una tradición liberal y democrática como la italiana. No obstante, el divorcio de intelectualidad y democracia de consecuencias más trágicas y destructivas para el resto del mundo se dio en Alemania (Austria incluida); primero durante la república de Weimar (1919-1933) y luego con el régimen nazi del III Reich (1933-1945). Fue también el más inesperado debido a la intensa y profunda tradición cultural y educativa alemanas. Una cosa era la barbarie estalinista en un país atrasado con masivo analfabetismo campesino, caso de Rusia, y otra en la culta, rica e influyente Alemania o en Austria, sede de algunas de las universidades y centros culturales más vivos y frecuentados del mundo en las ciudades de Berlín, Múnich, Viena o Hamburgo. Por tanto, para entender los fundamentos del divorcio entre alta cultura y democracia, con caída ulterior en el totalitarismo, sigue siendo preciso tratar de entender el caso austro-alemán. Veámoslo a continuación.
La caída en el nazismo: el antisemitismo, el apoliticismo y lo inimaginable.
Conviene contextualizar la situación: salvo los que tenían ideas firmemente liberales, como Ernst Cassirer, o los mucho más numerosos en la esfera del marxismo -Adorno, Horkheimer, Benjamin, Lukács, Bloch etc.-, multitud de intelectuales y creadores pensaban que era posible entenderse con los nazis y colaborar en el proyecto hitleriano de nuevo orden alemán. Los arquitectos Mies y Gropius, líderes de la Bauhaus, intentaron hacerse un hueco en el Nuevo Orden, como el pintor expresionista Emil Nolde -afiliado al partido nazi- o los músicos de vanguardia Hindemith y Schönberg. Algunos eran judíos asimilados, pero todos ellos creían, como dice Spotts, “que el suyo era el estilo alemán por antonomasia, indiscutible garante del dominio germánico en su campo de trabajo”.[7] Muchos se adhirieron sin dudarlo a la respectiva sección de la Cámara de Cultura del Reich, creada para limpiar la cultura de toda oposición democrática e izquierdista y de todo judío. Que muchos de ellos no tuvieran cabida en la cultura oficial del III Reich y tuvieran que emigrar para ganarse la vida se debió al gusto personal de Hitler: prefería el neoclasicismo de Speer a los arquitectos de la Bauhaus, era un devoto de Wagner y detestaba el expresionismo, el vanguardismo y la modernidad estética en general.
Alemania fue uno de los focos principales de la Ilustración, pero esta pareció desvanecerse tras la derrota en la Primera Guerra Mundial y la ruina posterior. Los ideales de cultura y educación heredados de Kant, Goethe, Schiller y los Humboldt –Kultur y Bildung– parecían haber traicionado todas sus promesas. Como relata Haffner[8], altos profesionales y miembros respetados de la administración sobrevivían como podían mientras jovenzuelos sin formación se hacían millonarios especulando a gran escala; entre tanto, millones de desempleados pasaban hambre. La hiperinflación de Weimar barrió la meritocracia, los valores y jerarquía social tradicionales. Esto puede explicar el sentimiento de fracaso colectivo, la obsesión con el nihilismo y la búsqueda de milagros políticos basados en liderazgos mesiánicos como el de Hitler.
Antimodernos y reaccionarios coincidían con los vanguardistas ácratas del Dadá Berlín. Raoul Hausmann escribe en 1919 un “Panfleto contra la concepción weimariana de la vida” que arremete contra la tradición de Goethe y Schiller, y también contra la democracia: “Yo me río de la ciencia y de la cultura, esas miserables salvaguardas de una sociedad condenada a muerte”; “¡Vivamos por nosotros mismos! ¿Qué es la democracia? La vida asimilada por el temor por el pan nuestro de cada día.” Y Karl Kraus escribe en uno de sus aforismos, a modo de un Aristófanes vienés: “La democracia significa poder ser esclavo de cualquiera.” No es sin embargo el dictamen de un cínico ni un aventurero, pues Kraus fue un fustigador implacable de la hipocresía, la corrupción y el fraude del lenguaje oficial; el problema político radicaba, más bien, en que ni Kraus ni prácticamente nadie con preocupaciones morales de aquella época veía en la democracia burguesa y las viejas élites dirigentes la solución a los problemas.
El desencanto absoluto propició el auge de los movimientos revolucionarios totalitarios, comunismo y nazismo. Como exponen Allan Janik y Stephen Toulmin en La Viena de Wittgenstein[9], la capital austrohúngara estaba corroída por la corrupción en todos los ámbitos, de la ética al lenguaje y las artes, pero albergaba un mundo intelectual extraordinario con Freud, Kraus, la Sezession, Schönberg y Loos, y en filosofía Wittgenstein y el Círculo de Viena. También era sumamente pluralista; Kraus detestaba el psicoanálisis, que juzgaba un síntoma de decadencia, mientras que Wittgenstein apreciaba mucho a Freud, aunque le consideraba un autor de especulaciones interesantes, no un científico.
La preocupación por la ética y el escepticismo político
La preocupación común de esta generación era recuperar el sentido de la verdad y la integridad en todos los campos. También les interesaba, atraía o temían la idea de decadencia, el tema por excelencia de Oskar Spengler, y por eso Wittgenstein, en cuyos Diarios hay pocas referencias a otros y prácticamente ninguna política, anota: “Loos, Spengler, Freud & yo pertenecemos todos a la misma clase característica de esta época.”[10] Un entonces desconocido Adolf Hitler, obsesionado por la política y por acabar con ella, se formó en ese mismo mundo vienés crepuscular que hasta 1918 esperó a los bárbaros mecido por valses, prostitución y decrépita pompa imperial, además de sacudido por numerosos conflictos obreros y nacionalismo separatista del Imperio, llamado “la cárcel de pueblos”.
Las razones del fracaso liberal se convirtieron en asunto polémico. Freud, en El malestar en la cultura (1930), constata la crisis de los ideales de la Ilustración, la seguridad en que el desarrollo educativo y la extensión de la cultura harían progresar a la humanidad. La teoría freudiana es que, por el contrario, la cultura no puede dominar y menos aún eliminar la barbarie nuclear de la naturaleza humana, el instinto de satisfacer los asociales deseos profundos más reprimidos. La frustración provoca “el malestar en la cultura”, culpada de ser fuente de la infelicidad. Sin embargo, alega Freud, todos los paliativos conocidos y usados contra la infelicidad -incurable en sí misma por su origen y arraigo en la profundidad psíquica- son culturales, como el arte o la propia educación e incluso la ilusión religiosa: “el ser humano cae en la neurosis porque no logra soportar el grado de frustración que le impone la sociedad en aras de sus ideales de cultura, deduciéndose de ello que sería posible reconquistar las perspectivas de ser feliz, eliminando o atenuando en grado sumo estas exigencias culturales.”[11] Esta pretensión de regresar a las fuentes de la felicidad, a la satisfacción del puro instinto mediante el derribo de las prohibiciones culturales que cohíben su realización, aparece tanto en las vanguardias artístico-culturales de la época como en los movimientos políticos antidemocráticos, pues, ¿qué es la democracia sino un sistema de represión cultural basado en la opresión del individuo por la mayoría? Nietzsche ya lo había apuntado con crudeza.
El auge de los totalitarismos, de fascismo y comunismo, antisemitismo y nacionalismo irracional, sería la consecuencia de esta tensión antropológica insuperable. Por tanto, aconseja Freud, conviene renunciar a la ilusión de que la cultura pueda depurar y desterrar los instintos destructivos de la psique humana. La cultura a la americana, convertida en un estado de “miseria psicológica de las masas”, empeora las cosas. Así que no cabe confiar en ningún triunfo definitivo que asegure la civilización: la lucha será permanente, y el nazismo sólo representa otro episodio del duelo eterno entre Eros y Tánatos. Y concluye: “Nuestros contemporáneos han llegado a tal extremo en el dominio de las fuerzas elementales que con su ayuda les sería fácil exterminarse mutuamente hasta el último hombre. Bien lo saben, y de ahí buena parte de su presente agitación, de su infelicidad y su angustia. Sólo nos queda esperar que la otra de ambas “potencias celestes”, el eterno Eros, despliegue sus fuerzas para vencer en la lucha con su no menos inmortal adversario. Mas, ¿quién podría augurar el desenlace final?”[12]
Stefan Zweig visita a Freud, anciano y exiliado en Londres
En Londres, Freud, exiliado y casi consumido por el cáncer, recibió la visita de un amigo vienés también exiliado, Stefan Zweig. El psicoanalista le confió esto: “Siempre lo habían tachado de pesimista, decía, porque negaba la supremacía de la cultura sobre los instintos; ahora se podía ver horriblemente confirmada -y en verdad no estaba nada orgulloso de ello- su opinión de que la barbarie, el elemental instinto de destrucción, era inextirpable en el alma humana.”[13]
Zweig fue de los optimistas Belle Époque confiados en el poder de la cultura como motor del progreso. Europeísta, cosmopolita y tercamente apolítico, confiaba en que la amistad de las élites de los países avanzados se impondría a la barbarie por su autoridad superior. Sus esperanzas fueron barridas por el ascenso del nacionalismo, el antisemitismo y el nazismo en Alemania y en su Austria natal. Era un buen escritor y sobre todo privilegiado testigo y cronista de una moribunda época mundana, pero carecía de la lucidez crítica de Karl Kraus y de la profunda captación del absurdo total de Kafka y Musil.
El cuento de Kafka “Un informe para una academia” (1919) presenta el caso de un simio humanizado que es invitado a explicar su humanización. El simio la atribuye a la voluntad de superar su repugnancia natural simiesca por los hábitos humanos; la prueba más dura fue apurar una botella de aguardiente: “Repito: no me atraía la idea de imitar a los hombres; los imitaba porque buscaba una salida, por ninguna otra razón. Tampoco es que consiguiera mucho con aquel triunfo. La voz volvió a fallarme enseguida; no la recuperé sino al cabo de unos meses; la aversión hacia la botella de aguardiente se intensificó más todavía. Pero mi dirección me había sido dada de una vez para siempre.”[14]
Ulrich, el protagonista de El hombre sin atributos de Rober Musil -ambientada en la Viena del Imperio, parodiado como “Kakania”-, es un nihilista burgués difícil de definir y aprehender precisamente porque no hay por dónde definirle; exclusivamente preocupado por el éxito mundano, la vida muelle y coleccionar amantes, es un hombre sin atributos:
– “¿Y qué es un hombre sin atributos?” -preguntó Clarisse sosteniendo la carcajada. - “Nada, sencillamente nada”. Pero la expresión despertó la curiosidad de Clarisse. “De esos hay hoy día millones -afirmó Walter-. Es la casta que ha dado a luz la actualidad.”[15]
Si Stefan Zweig evoca con dolor inconsolable su perdido mundo de refinados, prósperos y cosmopolitas profesionales de la pluma, el húngaro Sándor Márai presenta en sus memorias el reverso de la moneda: el desprecio a los exiliados extranjeros refugiados en París, como es su propio caso, por parte de una burguesía parapetada en el egoísmo nacional:
“Un extranjero como yo tenía quizás menos dificultades para entrar en el despacho del primer ministro que en la casa de una familia burguesa. (…) Los representantes de la burguesía francesa nos evitaban como si hubiéramos llegado de un lazareto y les pudiéramos contagiar la lepra por el simple hecho de bebernos una copita de coñac con ellos (…) Todavía recuerdo a ese desconfiado médico que siempre me pedía sus honorarios por adelantado y aprovechaba el tratamiento para desplegar ante mí su furibunda xenofobia. Nada explicaba ese desenfrenado chovinismo. (…) Los franceses odiaban a los extranjeros en la época en que estos desembarcaban en masa en su país, y los odiaban más tarde porque dejaron de llegar.”[16]
La mayoría de los franceses no hacían distingos entre alemanes nazis y perseguidos por el nazismo, y el gobierno republicano francés decidió tratar a todos primero como indeseables y sospechosos, y como enemigos tras la declaración de guerra a Alemania. La fraternidad democrática brilló pues por su ausencia, igual que cuando encerraron como criminales en campos de concentración -Gurs, Le Vernet, Collioure y muchos más- al medio millón largo de españoles y simpatizantes refugiados en Francia tras perder la guerra, la mayoría civiles. Sin duda esta actitud no ayudó a prestigiar los ideales democrático-liberales y republicanos, ni mejoró la moral de Francia, profundamente dividida por ideología y derrotista con Alemania, pero unida por un nacionalismo xenófobo dirigido contra los más débiles. Lo dice irónicamente uno de los refugiados, el escritor judeo-alemán Hermann Kesten: “Es así como Francia comienza su guerra contra Hitler: con una guerra contra los enemigos de Hitler que se han refugiado allí”[17]. El hijo escritor de Thomas Mann, Klaus Mann, que ambienta su novela El volcán en el exilio alemán e internacional de París, que él mismo sufrió, expresa el mismo tipo de maltrato habitual: para los franceses todos eran boches despreciables o, aún peor, judíos. Pues el antisemitismo había rebrotado con fuerza entre conservadores y tradicionalistas con el gobierno del Frente Popular presidido por Léon Blum, judío francés.
Esta actitud derrotista, mezcla de xenofobia, antisemitismo y miedo, fue preparando la extensa colaboración francesa, el llamado colaboracionismo, con las fuerzas ocupantes alemanas. Incluyó la entrega a las SS de decenas de miles de judíos franceses e inmigrados. Fue el destino de la gran escritora Irène Némirovsky, de origen judío ucraniano y refugiada en Francia desde la adolescencia, tras la revolución rusa, porque su rica familia todavía pensaba en la república como patria de la civilización ilustrada, evaporada en unos meses. Némirovsky fue deportada a Auschwitz como judía apátrida, donde fue asesinada en 1942, pese a que toda su familia se había bautizado en 1939 para intentar evitar el rechazo antisemita después de que el año anterior, y siendo ya Irène una novelista francesa reconocida y famosa, la familia viera rechazada su solicitud de nacionalidad como “extranjeros indeseables”, tras veinte años de residencia en Francia. Su mejor obra, Suite francesa, que narra precisamente el desplome militar y moral de Francia a través de los ojos de los refugiados, quedó en un manuscrito inconcluso guardado en una maleta de recuerdos familiares milagrosamente salvada por sus dos hijas; las niñas y su cuidadora la arrastraron por media Francia huyendo de los gendarmes empeñados en capturarlas. La novela, inacabada, iba acompañada de algunas notas de la escritora, con reflexiones como esta:
“Todo lo que se hace en Francia en cierta clase social desde hace unos años no tiene más que un móvil: el miedo. Ha llevado a la guerra, la derrota y la paz actual. El francés de esa casta no siente odio hacia nadie; no siente celos ni ambición frustrada, ni auténtico deseo de revancha. ¿Quién le hará menos daño (no en el futuro, en abstracto, sino ahora mismo y en forma de patadas en el culo y bofetadas)? ¿Los ingleses? ¿Los rusos? Los alemanes le han pegado, pero el correctivo está olvidado, y los alemanes pueden defenderlo. Por eso está “por los alemanes”. En el colegio, el alumno más débil prefiere la opresión de uno solo a la libertad; el tirano lo humilla, pero prohíbe a los otros que le birlen las canicas y le peguen. Si se libra del tirano, está solo, abandonado en medio de todos.”[18]
Incluso Walter Benjamin, enamorado de la literatura francesa y de París, que bautizó como “la capital del siglo XX” y donde pasaba todo el tiempo que podía, también lamentaba la dificultad de establecer relaciones productivas con los franceses, que en su caso se redujeron casi a cero. Ratifica esta percepción el testimonio de Simone Weil, una de las pensadoras y activistas de izquierda más originales de su época, indignada con la indiferencia u odio de sus compatriotas a los exiliados del fascismo y nazismo. Los campos de concentración abiertos para encerrar a los republicanos españoles alojarán enseguida a los alemanes tras la declaración de guerra a Alemania, incluyendo los exiliados políticos (Hannah Arendt fue encerrada en Gurs con otros miles de alemanas refugiadas, pero logró salir a tiempo); los triunfantes nazis pudieron usar a su vez hasta 1945 esos mismos campos para exterminar a sus víctimas, sin apenas cambios.
La xenofobia, el nacionalismo y el antisemitismo avanzaron de la mano del desprecio de la política, la actividad inferior e indigna por excelencia. Muchos descubrieron demasiado tarde la necesidad de la política para enfrentar al totalitarismo. Sin haberlo pretendido, el apoliticismo dandy de los Zweig o Thomas Mann de entreguerras precipitó la ruina de su amado, protegido y pequeño mundo particular, confundido con el vasto mundo que rugía ahí fuera. Para entenderlo, incluyendo con notable sinceridad su propio autoengaño, Zweig escribió su obra maestra, El mundo de ayer. Memorias de un europeo. La dio por concluida muy poco antes de su suicidio, en unión de su segunda esposa, en un hotel de Petrópolis, Brasil, en 1942; se habían convencido de que el nazismo ganaría la guerra, y no querían sufrirlo.
[1] Este artículo es un adelanto de un libro sobre la crisis de la democracia en el que trabajo actualmente. Al estilo de En defensa del capitalismo. Una filosofía del progreso de la humanidad (Espasa, 2022) es un ensayo sobre la relación entre ideas políticas, realidad social y naturaleza humana en el caso de la democracia liberal.
[2] Se considera por lo general que las revoluciones europeas de 1848 fueron la última ola revolucionaria liberal; después hubo un notorio proceso de vaciamiento ideológico del liberalismo, casi convertido en justificación del sistema político más o menos representativo, y del capitalismo industrial. Por eso surgieron extravagancias como el “liberalismo conservador”, una contradicción en los términos.
[3] Elias Canetti, Historia de una vida. La antorcha al oído, Galaxia Gutenberg, Barcelona 2002, pgs. 450-453
[4] Véase Varyan Fry, La lista negra. “Entregar cuando se le solicite…” Cuando los artistas, los disidentes, y los judíos huían de los nazis (Marsella, 1940-1941), Confluencias, Salamanca 2015, pg. 147
[5] Joseph Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia, Aguilar, Madrid 1971
[6] Véase el panorama italiano en Aitor Aurrekoetxea, Futurismo y fascismo. Estéticas y poéticas de la modernidad 1909-1922. Comares, Granada 2019
[7] Frederic Spotts, Hitler y el poder de la estética, Machado Libros, Madrid 2011, pg. 418
[8] Sebastian Haffner, Historia de un alemán. Memorias 1914-1933. Destino, Barcelona 2005. Uno de los mejores testimonios del periodo y del auge del nazismo desde la perspectiva de un opositor.
[9] Allan Janik y Stephen Toulmin, Stephen (1973): La Viena de Wittgenstein, Athenaica, Sevilla 2017
[10] Ludwig Wittgenstein, Movimientos del pensar. Diarios 1930-1932/1936-1937, Pre-textos, Valencia 2000, pg. 34
[11] Sigmund Freud, El malestar en la cultura, en Obras Completas, vol. 17, Orbis, Barcelona 1988pg. 3032
[12] Sigmund Freud, ibid., pg. 3067
[13] Stefan Zweig, El mundo de ayer, Acantilado, Barcelona 2003, pg. 531
[14] Franz Kafka, “Un informe para una academia”, en Obras completas III, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona 2003, pg. 224
[15] Robert Musil, El hombre sin atributos, Seix Barral, Barcelona 2001, pg. 69
[16] Sandor Márai, Confesiones de un burgués, Salamandra, Barcelona 2004, pg. 391
[17] En prólogo a la edición española de Mercedes Monmany, en Varyan Fry, La lista negra. “Entregar cuando se le solicite…” Cuando los artistas, los disidentes, y los judíos huían de los nazis (Marsella, 1940-1941), pg. 27
[18] Irène Némirovsky, Suite francesa, Salamandra, Barcelona 2005, pg. 418 s.