En el año 2001, el presidente de EE. UU. George Bush planteó en su programa fiscal la eliminación completa del impuesto de sucesiones con el objetivo de que las grandes fortunas ahorrasen en una década 236.000 millones de dólares, que podrían destinar a inversión. Este proyecto contó con unos sorprendentes opositores, un grupo de multimillonarios, los directamente afectados por dicho impuesto, que firmaron una carta en la que razonaban por qué se oponían a su eliminación. Además de los 120 firmantes de la carta, otros magnates expresaron su acuerdo con la misma. Argumentaban que la supresión del impuesto iba a aumentar la riqueza de una élite con enormes patrimonios y a disminuir las prestaciones para los más desfavorecidos así como la posibilidad de prosperar de los mismos, considerada como un valor esencial del país. Hay que aclarar que, allí, el mínimo exento del impuesto era en ese momento de un millón de dólares y son aproximadamente 50.000 contribuyentes los obligados a su pago, es decir, las mayores fortunas. Además de los valores de una sociedad que tiene a gala la preeminencia del mérito como base del ascenso social, en lugar de la herencia, y sin entrar a valorar ahora cuánto de realidad y de propaganda tiene este principio, hay que señalar que un país extremadamente desigual tiene unas posibilidades de desarrollo limitadas y de esto también eran conscientes los firmantes que, sin duda, saben que en el suyo es enorme la desigualdad en la distribución de la riqueza. Siquiera sea por el valor simbólico que el impuesto de sucesiones representa, liquidarlo supone un principio de quiebra de ese discurso de la sociedad de oportunidades que esgrimen con orgullo.
Saco esto a colación porque he pensado en esta anécdota al ver que en España hemos visto aumentar en los últimos años la oposición al impuesto de sucesiones y donaciones y esta iniciativa de los magnates norteamericanos me parece un rasgo positivo que no ha encontrado paralelismo entre nuestros potentados con motivo de la polémica que han reflejado nuestros medios de comunicación. Lo que sí hemos visto es algún rasgo de oportunismo al hilo de este debate, como la rápida presentación de una iniciativa legal para suprimirlo al menos en las sucesiones en línea directa y entre cónyuges. Esta iniciativa legal, finalmente derrotada en el Congreso, la ha presentado el partido Ciudadanos que ha actuado al son del ruido de la calle y las redes sociales. Se ha desaprovechado una ocasión para abordar el problema de fondo que subyace a este malestar y darle una solución no de supresión, porque esto supondría un retroceso, sino de racionalización en la línea de la homogeneización territorial, la revisión de los tipos y el establecimiento de mínimos exentos. Sin embargo, nada impide que se vuelva a retomar la cuestión con la vista puesta en la reforma del impuesto.
Lo peculiar de la creciente oposición al impuesto de sucesiones y donaciones en nuestro país es que el malestar se debe a la desigual carga impositiva según la comunidad autónoma en la que viva el causante
Porque lo peculiar de la creciente oposición al impuesto de sucesiones y donaciones en nuestro país es que el malestar se debe a la desigual carga impositiva según la comunidad autónoma en la que viva el causante, desde que se transfirió a las comunidades su gestión. Rizando el rizo, el País Vasco tiene una regulación diferente en cada una de las tres provincias. Hay que señalar que la complejidad arranca desde la propia normativa estatal (la Ley 29/1987, de 18 de diciembre y el Real Decreto 1629/1991, de 8 de noviembre, por el que se aprueba el Reglamento del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones), que regula el cálculo de la base imponible. El de la base liquidable y la cuota tributaria se efectúan de acuerdo a las normas de las Comunidades Autónomas.
Para definirlo brevemente, digamos que se trata de un impuesto directo, pues va ligado a bienes de las personas, y progresivo, porque el tipo de gravamen aumenta a medida que aumenta la base imponible; actualmente, desde el 7,65% hasta el 34%. Pero la cuota que finalmente se paga depende también de otras variables, como el parentesco, el patrimonio del heredero o la naturaleza de los bienes. Tras calcular el valor neto de los mismos, restadas las cargas, deudas y gastos, el resultado es la masa hereditaria neta que hay que dividir entre cada heredero para obtener las bases imponibles del impuesto. A partir de aquí, en función del grupo de parentesco al que pertenezcan, su patrimonio, la naturaleza de los bienes y otras circunstancias tales como discapacidad, se aplican reducciones, que varían sustancialmente de unas comunidades a otras, para obtener la base liquidable y la cuota tributaria.
Estas diferencias según territorio han llevado a utilizar argucias tales como el empadronamiento en otra comunidad de normativa más favorable de personas mayores de aquellas comunidades en que se paga más cuota, por no tener bonificaciones o ser muy restringidas. Como la disminución de ingresos por estas “fugas” y, sobre todo, la protesta de los ciudadanos han ido aumentando, algunos gobiernos autonómicos han variado la normativa recientemente. Ha sido el caso de Extremadura y Andalucía, dos de las comunidades donde el impuesto era más alto, que han establecido este año bonificaciones en los grupos I y II de parentesco. En general, las bonificaciones, más o menos generosas, afectan a estos dos grupos (descendientes y adoptados menores de 21 años y descendientes y adoptados mayores de 21 años, cónyuges, ascendientes y adoptantes) pero hay comunidades, como la de Madrid, donde también afectan al tercer grupo, el de los colaterales de segundo grado (hermanos) y tercer grado (sobrinos y tíos), y ascendientes y descendientes por afinidad. No son las únicas diferencias; las hay también en las cuantías de las bonificaciones, introducción de colectivos exentos o bonificados, carácter de los bienes, etc. Es decir, cada comunidad ha legislado a su antojo hasta el punto de que es difícil abrirse paso en esta maraña de normativas para tener un mapa claro de la legislación del impuesto y sus efectos.
Los que abogan por su eliminación suelen usar tres argumentos: que se trata de una doble imposición, la escasa recaudación que supone y que su existencia da lugar a renuncias de herencia. El primero es fácilmente rebatible si tenemos en cuenta que cualquier impuesto, una vez se ha tributado por IRPF, puede contemplarse como doble imposición, es decir, que si se ha tributado por las rentas obtenidas, al comprar cualquier bien con esas rentas y pagar IVA o ITP, por ejemplo, se está tributando dos veces. Pero, en el caso del impuesto de sucesiones, el argumento es menos válido aún, porque el heredero o donatario es una persona distinta del fallecido o donante y no ha tributado nunca por esos bienes que obtiene por primera vez.
La escasa repercusión en las arcas públicas no es argumento válido en mi opinión. Obviamente, la recaudación total es bastante menor que la del IRPF o IVA pero lo importante es que esté justificado, por razones económicas y de justicia social y, a mi parecer, lo está plenamente porque cumple la función redistributiva que debe tener un impuesto, si bien la cumpliría mejor con la adecuada reforma, y es propio de países civilizados donde prevalece el mérito sobre la herencia en el diseño de sociedad.
En cuanto a las renuncias, los expertos dicen que la mayoría se deben a las deudas, no al impuesto, porque este no es confiscatorio, como exageradamente algunos afirman. Aún pagando por el tramo más alto, sin bonificaciones, el tipo mayor es del 34 por ciento si no se aplica el coeficiente multiplicador para los herederos menos habituales, es decir, los más distantes en parentesco. Los críticos aseguran, sin embargo, que cualquier subida hace aumentar las renuncias. Es lo que, según noticias de prensa, ha ocurrido en la Comunidad Valenciana cuando el gobierno PSPV – Compromís ha reducido las bonificaciones.
Se impone hacer cambios legales para aligerar o suprimir las cargas a los herederos de poco patrimonio y rentas, simplificar y racionalizar la gestión y favorecer la igualdad territorial
Por ello, por la eliminación de posibles situaciones injustas y en aras de la racionalización, se impone hacer cambios legales para aligerar o suprimir las cargas a los herederos de poco patrimonio y rentas, simplificar y racionalizar la gestión y favorecer la igualdad territorial. En mi opinión, hay dos posibilidades de reforma a estudiar por los expertos: una reforma de la normativa estatal o una ley armonizadora de las distintas normativas autonómicas o, mejor, ambas, en la misma ley si técnicamente es posible. En cualquier caso, me parece preferible que se trabaje en los dos sentidos; por un lado, en la armonización de las legislaciones autonómicas y, por otro, en la modificación de la normativa estatal para establecer unos mínimos exentos altos de aplicación general, al igual que se hizo con el impuesto sobre el patrimonio, para que no se esté obligado a tributar por herencias modestas. No es realista ahora reclamar la recuperación de la gestión para el Estado, porque esto retrasaría los cambios que hay que hacer con cierta urgencia, sin expectativas de lograr esa recuperación.
En resumen, pienso que hay que reformar el impuesto pero no eliminarlo porque así se contribuiría a acentuar desigualdades y a disminuir el papel que el mérito y la capacidad juegan en la movilidad social. Aunque no sea la única vía de redistribución de la riqueza ni la más importante cuantitativamente, su importancia cualitativa sí es significativa. Y me parece sorprendente que las voces que claman por la supresión vengan del ámbito del liberalismo que, por definición y por origen histórico, debería estar en contra de cualquier reminiscencia feudal que enquiste la riqueza en grupos o familias privilegiadas. Más propio de la mentalidad liberal es aspirar a una sociedad en la que el talento y el esfuerzo, y no la herencia, sean los principales motores.