Las críticas vertidas sobre el ampliamente conocido “Plan Bolonia”, además de amplias, han sido convenientemente difundidas por distintos movimientos anti-todistas que campan a sus anchas y de manera ruidosa por la escena nacional e internacional (no podía ser de otra manera en una sociedad libre, no me malinterpreten). Pero es paradójico que estas plataformas, herederas a su vez de otros movimientos también anti-todistas no dejen de ser movimientos globalizados que están, curiosamente, en contra de todo proceso de globalización.

A estas alturas del año 2018, aún no han sido capaces de plantear ningún argumento que pueda convencer a una sociedad medianamente informada

Durante los años que llevo de actividad en la comunidad universitaria he visto, escuchado y leído diversas noticias en distintos medios, en las que un número reducido, aunque siempre ruidoso, de integrantes de distintas plataformas, han mostrado una feroz oposición a la implantación del Plan Bolonia. He vivenciado incluso algún intento de agresión a algún que otro rector por los mismos anti-todistas de siempre, mientras políticos de los distintos partidos de estas características azuzaban a sus huestes con una única finalidad: oponerse destructivamente, siempre mirando por unos intereses propios más que colectivos. A estas alturas del año 2018, aún no han sido capaces de plantear ningún argumento que pueda convencer a una sociedad medianamente informada, exceptuando, por supuesto, a aquellos receptores de consignas cortas, sencillas y panfletarias a quienes se facilitan precisamente para que las utilicen, a modo de aspersor, independientemente del contexto.

Hace poco reflexionaba sobre lo que hoy se conoce como Plan Bolonia: sobre cómo se implantó en otros países y cuáles eran las peculiaridades de su desarrollo en España y sobre mis vivencias en la Universidad británica, concretamente en la de Oxford, en la que estuve realizando una estancia predoctoral en 2001 y una postdoctoral desde julio de 2002 hasta enero de 2005. Casi tres años, suficientes para entender el modelo unificado que, desde la UE, se pretendía desarrollar en Europa.

España contaba en el año 2002 con un modelo en el cual, tras una licenciatura de cinco años, se podía hacer directamente un doctorado (normalmente de unos cuatro años). En la Universidad británica, por el contrario, existía un sistema de grado de 3-4 años (en función de la disciplina) y un curso de postgrado de 1-2 años de duración que vendría a definir lo que hoy es el Máster en la Universidad española. Posteriormente se accedía a la tesis que, al igual que en España, tenía unos 3-4 años de duración.

La principal diferencia es que, hace más de 20 años, la Universidad de Oxford ya se encontraba bien encajada en un sistema de educación superior asimilable a lo que hoy sería el Plan Bolonia, mientras el resto de Europa solo empezaba a vislumbrar el embrión de lo que actualmente sí es una realidad, el Espacio Europeo de Educación Superior. En el Reino Unido éste funcionaba perfectamente, de tal manera que nadie medianamente documentado se atrevería a cuestionar la calidad de los egresados de universidades como las de Oxford o Cambridge, en sus distintos niveles: Grado, Master o Doctorado.

Así pues, analizando las variables de estas instituciones educativas, parece que el secreto de su éxito está en primer lugar, en el talento de su personal docente e investigador, y, en segundo lugar, en su sistema de financiación. Respecto a la primera cuestión, según todas las fuentes, cabe decir que en las universidades españolas existe talento suficiente como para situarlas en mejores puestos de los rankings internacionales, por lo que es en el segundo punto, la financiación, donde se encuentra la mayor problemática.

Cuando comienza a esbozarse el plan Bolonia, allá por el 1999, Oxford llevaba más de una década funcionando con un sistema similar a pleno rendimiento. La Universidad española, por su parte, empezó a adaptarse al plan Bolonia en el año 2008, y lo intentó hacer no solo con una ausencia total de inversión adicional, sino a coste negativo. Eran tiempos, además, en los que una crisis económica globalizada obligaba a duros ajustes presupuestarios impuestos por la Unión Europea, asumidos por los gobiernos nacionales y con gran afectación para las administraciones autonómicas y locales. Sin embargo, a pesar de ello, la Unión Europea fijó como objetivo para el año 2010 el establecimiento del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), lo que coincidió además con el momento más voraz de una crisis económica global sobrevenida. Esta situación es la que llevó a desplegar el plan sin inversión de ningún tipo en recursos humanos (personal docente e investigador, PDI) ni en infraestructuras, con las repercusiones que ello conllevaría para un proyecto que pretendía situar al alumno como protagonista central del proceso de enseñanza-aprendizaje y con clases dirigidas a grupos reducidos.

Muchos profesionales defienden (o defendemos) la filosofía del Espacio Europeo de Educación Superior

Muchos profesionales defienden (o defendemos) la filosofía del EEES, pero ciertamente su desarrollo práctico se hace difícil de justificar cuando los índices de calidad de la misma se ven reducidos por una falta de financiación adecuada, incluso contando con el gran compromiso de profesores e investigadores de las distintas universidades que se han esforzado en paliar un poco las dificultades y, sin cuya actuación, se podría haber hecho más difícil aún.

Teniendo en cuenta lo anterior, por tanto, no parece descabellado achacar ciertas responsabilidades, del periplo por el que atravesó nuestra universidad, a los responsables políticos, que siguen sin entender que la Universidad y la inversión en desarrollo de conocimiento (investigación) son las principales herramientas para un cambio de modelo productivo y, sin las cuales, se frena la capacidad de desarrollo de una sociedad como la nuestra.

La corrupción política, por otro lado, ha salpicado a todas las administraciones públicas, trayendo consigo el recelo de una sociedad cada vez más cansada de que los que tomen las decisiones lo hagan primando sus propios intereses electorales o particulares en detrimento de los colectivos, y así, se ha instaurado un férreo control de las administraciones públicas, que llega incluso a la intervención económica previa de algunas universidades. Aunque no sea políticamente correcto exponerlo, me atrevería a decir que estos mecanismos de control han sido mucho más costosos, paralizantes y demoledores para la Universidad española que el coste de las corruptelas de los cuatro sinvergüenzas que hayan podido meter mano en la ya no muy amplia de por sí, financiación universitaria.

Así, la principal diferencia respecto a las Universidades británicas, está precisamente en la plena autonomía de estas para gestionar sus recursos. En la Universidad británica, exenta de corsés a la hora de llevar a cabo la contratación de investigadores o docentes de primer nivel, existe una inversión planificada, real y reducida en sus aspectos burocráticos, que, en el caso de España, harían prácticamente imposible contratar a un premio Nobel.

El ejemplo de la Universidad es suficientemente nítido como para extenderlo a la situación en que se encuentra el sistema de I+D+i

El ejemplo de la Universidad es suficientemente nítido como para extenderlo a la situación en que se encuentra el sistema de I+D+i. La deficiencia en su financiación, junto con el poco impulso que reciben los grupos de investigación en la Universidad y otros centros como el CSIC, hace que no solo el sistema se estanque, sino que haya iniciado un claro retroceso. Una situación que no permite a investigadores principales (IPs) seguir avanzando en la contratación de talento o financiación de la investigación, haciendo morir antes de nacer múltiples proyectos de investigación.

La solución de este problema pasa por una acción decidida de los responsables políticos y en, concreto de la Administración Central, que no tiene otra opción, si quiere volver a situar a la investigación y universidad española en los estándares de calidad y producción científica de hace 15-20 años. Y es que el sistema I+D+i español está sobreviviendo gracias al capital humano altamente cualificado de nuestro país, siendo los propios investigadores quienes se han visto abocados a realizar no sólo las tareas propias de su investigación, sino también las tediosas tareas burocráticas, que restan tiempo al desarrollo del conocimiento. Como un gigante con pies de barro que solo se mueve a través del empuje de los investigadores a los que nada se les agradece.

Sería una pena que 20 años de progreso acabaran en un estrepitoso fracaso por la existencia de 3-4 años de vaivenes políticos

Resumiendo, a los investigadores se les deberían de ofrecer más posibilidades para la financiación de la investigación y para la captación de recursos humanos, y para ello, la clase política debería establecer un sistema nacional con convocatorias públicas plurianuales y bien definidas, dirigidas a proyectos de investigación, de financiación predoctoral y de reincorporación de doctores tras sus estancias postdoctorales en centros de prestigio nacionales o extranjeros. Todas estas convocatorias deberían de ser sostenibles en el tiempo si no queremos acabar con los éxitos conseguidos en los últimos 20 años, más teniendo en cuenta que se pueden requerir 15-20 años para que un grupo de investigación esté bien consolidado y cuente con una buena productividad científica. Porque sería una pena que 20 años de progreso acabaran en un estrepitoso fracaso por la existencia de 3-4 años de vaivenes políticos y lamentablemente, ese es el camino que se ha seguido en los últimos tiempos.

Retomando el sistema británico, ni que decir tiene que su fortaleza, tanto en el plano de la calidad de la docencia, como de la investigación, se debe al claro compromiso de los distintos gobiernos, y distintos partidos políticos. Se debe también a un sistema estable de financiación y a una ciudadanía que ha interiorizado que una sociedad avanzada es aquella que sabe invertir en conocimiento. Para conseguir eso en España debemos de poner en valor la calidad de nuestras universidades y de nuestros profesionales. La clase política, recientemente, ha devaluado los títulos universitarios poniendo de manifiesto que ni les importa la Universidad, ni la formación, ni la investigación y tratando de apuntalar un alicaído sistema de Educación Superior a través de fichajes ministeriales galácticos, que más bien parece una operación de márquetin que de una realidad necesaria que por fin se vaya a materializar. No es necesario inventar nada. Miremos a nuestro alrededor, “copiemos” lo que funcione de nuestros vecinos europeos, y apliquémoslo. Les pido a los políticos, en este caso, que no piensen, sólo que observen. Todos ganaremos.