Esta entrevista se concertó en la librería Lagun de San Sebastián el 26 de octubre pasado tras la presentación de Ciento noventa espejos, que es el último libro de Francisco Javier Irazoki, poeta nacido en el pueblo navarro de Lesaka en 1954 y residente en París desde hace 24 años, ciudad a la que fue por el amor de una mujer.

Se trata de una obra publicada por Hiperión, la editorial que también publicó obras anteriores del autor como Orquesta de desaparecidos, La nota rota, Retrato de un hilo y Los hombres intermitentes.

En Lagun las presentaciones de libros son de gran altura, no solo por la talla literaria de los autores que suelen acudir a este pequeño gran templo de las letras ubicado en el centro de San Sebastián, sino porque la forma del local hace que durante su intervención el autor haya de situarse un par de metros por encima del público asistente.

Desde allí, Francisco Javier Irazoki y el también escritor Jorge Aranguren, que fue quien se encargó de iniciar el acto, presentaron Ciento noventa espejos ante un público que durante los minutos previos ya acariciaba entre sus manos, recién adquirido, el nuevo libro porque era conocedor del autor y de su obra anterior.

Irazoki, a petición de su presentador, comenzó leyendo las 190 palabras que componen el texto 50 de los 95 que contiene el libro. Unos minutos después todos los presentes éramos conscientes de que estábamos al lado, justo dos metros por debajo, de un ser humano gigante y de un maestro de las palabras.

Como el propio texto leído, los otros 94 que componen el libro también están escritos exactamente con 190 palabras, al igual que el prólogo. En palabras del autor “una especie de sonetos en prosa”. En todo caso, una auténtica muestra de cuánta hondura y verdad caben en tan poco espacio y tan contadas palabras.

¿Por qué 190 palabras en cada uno de los textos del libro? Blanca Berasátegui, directora de El Cultural, suplemento del diario El Mundo, me pidió para su revista un texto que tuviese exactamente ciento noventa palabras. Presentí el nacimiento de un libro. Las colaboraciones posteriores tuvieron una extensión cambiante e hice versiones con la dimensión primera. Cuando terminé el trabajo de columnista, seguí escribiendo la obra. Al iniciar el proyecto desconocía la existencia de OuLiPo, taller de literatura potencial que en 1960 fundaron Raymond Queneau y François Le Lionnais. Ellos, con la ayuda de Italo Calvino, Georges Perec y otros amigos ingeniosos, demostraron que las limitaciones formales no impiden la amplitud creativa. En mi experimento humilde nunca sentí la opresión de una celda.

El lector encontrará enseñanzas que he recibido, goces musicales y literarios, evocaciones, viajes, escenas callejeras y hospitalarias, fragmentos de la infancia, inquietudes políticas, huellas de personas anónimas

En el prólogo dice que cada texto es un espejo por el que como autor se asoma, pero habitualmente los espejos nos sirven para mirarnos a nosotros mismos. En todo caso, ¿qué es lo que puede encontrarse en los espejos de su libro? Me miro en unas palabras que escribo. Me asomo en forma de pequeñas experiencias personales. El lector encontrará enseñanzas que he recibido, goces musicales y literarios, evocaciones, viajes, escenas callejeras y hospitalarias, fragmentos de la infancia, inquietudes políticas, huellas de personas anónimas.

Más adelante afirma que la duda aparece como nutriente en la mayoría de las convicciones. ¿Qué aporta dicho ingrediente? y ¿cuáles son las que no lo contienen? La duda es un escudo contra las visiones sectarias y sus grandes bloques de verdad. La duda crea un refugio respirable. Los totalitarismos prosperan derribando ese refugio. El fascismo, el sistema soviético, formas variadas de racismo y xenofobia, la mística identitaria o el fanatismo religioso siegan preguntas.

¿Qué piensa de los fenómenos de la fama literaria? En Ciento noventa espejos elogia a poetas poco conocidos, como Félix Francisco Casanova, que murió muy joven, pero también a poetas en activo como Juan Gracia Armendáriz y Jorge Aranguren. En realidad hay muchas reivindicaciones de autores así en este libro. ¿Es para restaurar el valor de la obra desconocida, para oponerse constructivamente a las arbitrariedades del reconocimiento o por cualquier otro motivo? Es para compartir placeres. También para brindar por el talento. Las penumbras y famas literarias me parecen aleatorias, cambian con el paso del tiempo, a menudo las decide el azar. No me importa el tamaño de la imagen del artista en los periódicos. Por ejemplo, reivindico los textos de Juan Gracia Armendáriz. En especial, sus tres últimos libros: Diario del hombre pálido, Piel roja y La pecera. Afortunadamente, la obra de Félix Francisco Casanova se difunde con fuerza. En Francia, donde se le presentó como el “Rimbaud español”, fue leído con recelo por los críticos. Si les rozas su santoral literario, los franceses son amables como la puerta de una cárcel. Sin embargo, sorprendidos, esos críticos agacharon la cerviz y terminaron reconociendo la gran valía de Casanova. Le pusieron la nota máxima.

Al cumplir años he perdido convicciones. Una de ellas sigue conmigo y sé que va a acompañarme hasta los últimos días: quien ama un idioma ama todos los idiomas

En su caso, la lengua familiar fue el vascuence, su obra la ha escrito en español, que se aprecia aprendido con mimo y usado con precisión exquisita, los avatares de la vida y el amor le pusieron el francés en primer plano, ¿cómo convive un vasco de caserío con tanta variedad lingüística?  Sin ninguna histeria y con deseo de conocimiento. En Orquesta de desaparecidos incluí un poema en prosa titulado Bandada de tijeras. En él resumo las burlas padecidas por mi hermana –tres años mayor que yo– en el colegio. Ella se expresaba en el idioma que nuestros padres nos enseñaron, el euskera, y sus compañeros se reían. Para evitarme sufrimientos, me enseñó el castellano. Lo hizo sin ira, con la sensibilidad que siempre tuvo. Digo en mi texto: Percibí que con cada nueva palabra recibía un escudo. Así construí el muro detrás del cual Jorge Luis Borges, César Vallejo o Luis Cernuda me regalaron libertades. Comprendí que aquel refugio significaba igualmente una apertura. Al poco tiempo, la democracia trajo deseos justos de recuperar los idiomas apartados por el franquismo. Entre algunos supuestos protectores del euskera no faltaron las desmesuras. Tachar los letreros viales escritos en español fue una de sus tristezas culturales preferidas. Con palabras borradas cerraron las mentes. Su desafecto hacia otras lenguas era la prueba de la insinceridad con que defendían la propia. Añado: vi que usaban esa aventura para llenar el vacío íntimo. Y termino: Al cumplir años he perdido convicciones. Una de ellas sigue conmigo y sé que va a acompañarme hasta los últimos días: quien ama un idioma ama todos los idiomas.

Desde hace más de veinte años, el francés es mi principal idioma en la vida diaria. Pero para la escritura vuelvo a la lengua española, que aún estudio con calma.

Fernando Aramburu, su amigo desde el principio y ahora escritor de gran éxito, dice que en usted confluyen los numerosos hilos de la actual telaraña lírica en lengua española y que, desde su casa parisina, ejerce la función de conector de poetas. ¿Qué piensa sobre el panorama de la poesía española actual? A mi juicio, en la poesía española actual existe un buen número de autores valiosos. Muchos de ellos cuentan con el apoyo de editoriales serias. A partir de los años setenta, Hiperión, Pre-Textos, Lumen, Visor y Renacimiento han hecho un trabajo encomiable. Nuevos editores recogen el testigo. Los poetas de calidad confirmada tienen un espacio selecto: la colección Nuevos textos sagrados de Tusquets. Y no olvido una circunstancia: con respecto a Francia, los suplementos culturales de los diarios españoles dedican un espacio grande a la poesía.

En Orquesta de desaparecidos ofrece una excelente definición de poesía: «no es una delicadeza decorativa, sino una intensidad de la mirada que despierta a la conciencia». Suena espléndidamente a liberación e iluminación. ¿Es un resumen de su propia experiencia poética, o cree que vale con un sentido general y sirve como piedra de toque? Vivo la poesía de esa manera. La definición empieza con una frase aclaratoria: “Los días que viví se han unido y hablan en voz baja”. Después vienen, susurradas, las palabras que usted cita. Los susurros se deben a que no niego otros caminos.

Francisco Javier Irazoki 2 - JLFyCMG
Ciento noventa espejos, Hiperion (2017)

Comenta que la satisfacción ante la obra literaria propia es un motivo para desconfiar de ella, ¿cuál cree que es la relación ideal del autor con su creación? Una relación de lucha serena. Intuyo que en el arte la satisfacción es una forma de muerte.

Un rasgo de su obra poética es la manera en que extrae luminosidad y esperanza de historias terriblemente tristes y demoledoras, por ejemplo muchas de Los hombres intermitentes, un libro al menos en parte autobiográfico. ¿Es posible redimir la desesperanza con la mirada poética, recrear el pequeño mundo o la pequeña historia de cada cual? La desesperanza, el dolor y la angustia nos persiguen. Además, no escasean los seres que disfrutan con la brutalidad. En nuestra tierra los hemos padecido y aparecen en mis páginas porque me niego a vivir como Alicia en el País de las Sidrerías. Pero fíjese en la vida de Jorge Luis Borges. En 1955 había sido nombrado director de la Biblioteca Nacional de su país. Casi ciego, ya no conseguía descifrar las carátulas y los lomos de los libros. Entonces escribió “Poema de los dones” y, poco más tarde, “Otro poema de los dones”. Son dos ejemplos de gratitud lúcida.

En el libro señala la libertad sin ataduras, la supresión de lo innecesario y el cuidado artesanal minuciosamente aplicado como las claves para una buena obra literaria, ¿cuáles serían las claves para una buena vida? El texto 50 de Ciento noventa espejos contiene mi modesta guía personal. Elijo cinco de las diecisiete frases: No herir a los hombres diferentes, sino celebrarlos. No condimentar con resentimiento mi vida breve. No ir nunca a las playas de los rencorosos. No aplaudir los disfraces de la crueldad. No colaborar con mis habitantes cínicos. Y acabo con cinco palabras: No ser un segador amargado.

Muchos jóvenes buscan el arte de nuestro país; son conscientes de la calidad cultural de sus vecinos. A la admiración por los libros y las músicas añaden el interés por la lengua, los paisajes, la gastronomía. Han sido educados para un acercamiento

¿Cómo se ve España y sus separatismos desde París? Llevo veinticuatro años residiendo en París y he visto la evolución de la imagen de España en Francia. En el primer texto de Ciento noventa espejos describo el paternalismo de algunos viejos intelectuales franceses. No quieren que la realidad les rompa su juguete favorito: una España incapaz de entender las sutilezas democráticas. Las nuevas generaciones, por el contrario, no prejuzgan con altanería. Muchos jóvenes buscan el arte de nuestro país; son conscientes de la calidad cultural de sus vecinos. A la admiración por los libros y las músicas añaden el interés por la lengua, los paisajes, la gastronomía. Han sido educados para un acercamiento: el español es el segundo idioma extranjero -obligatorio- más estudiado en la enseñanza secundaria. Las obras de Enrique Vila-Matas, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Fernando Aramburu, Javier Cercas, Fernando Savater, Ricardo Menéndez Salmón, etc. son exhibidas y elogiadas en los escaparates de las librerías de mi barrio. Sigue creciendo el prestigio de Miquel Barceló en las artes plásticas. Recientemente, Vicente Amigo actuó en la sala La Cigale de París. El público apreciaba la técnica prodigiosa y las armonías complejas del guitarrista. Agradecidos, los espectadores parecían dispuestos a aplaudir hasta hacerse daño. En los últimos tiempos ha habido decepción por el comportamiento corrupto de no pocos dirigentes españoles. Coincido con quienes denuncian los privilegios fiscales de dos comunidades autónomas. Los separatismos son tratados con acidez en la revista satírica Charlie Hebdo y analizados rigurosamente por los intelectuales. Para mí representan una regresión triste e insolidaria.

¿Qué dicen los espejos sobre lo que nos espera: depende de nosotros o es el resto del mundo quien lo condiciona sin remedio? Creo en la responsabilidad personal. Y, por supuesto, en la democracia parlamentaria. Frente a las injusticias, elijo una insurrección íntima y pacífica. Recuerde la frase de Tolstoi: “Todos quieren cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo”. Algunos líderes políticos crean grandes marionetas huecas llamadas abstracciones. Introducen en ellas a la masa inconsciente. La alimentan con la ebriedad de unas promesas y de unos himnos fervorosos. A esos políticos populistas no les importan las catástrofes que originan sus marionetas huecas. Ellos sólo aspiran a una línea en la Historia. Y quizá sus hijos estén a salvo del castigo y de la pobreza.

Del libro Ciento noventa espejos, texto 83:  Vino con esposa, hijos y mucha pobreza. Se alejó de Castilla para emplearse en la industria siderúrgica de Lesaka. Lo recibimos con paisajes verdes e indiferencia. Él respondía con discreción y trabajo. Su tiempo pasaba medido por la escuela, el alimento y la ropa logrados para la familia. De tarde en tarde, buscaba alivio contra la violencia del desdén que le transmitíamos. Bebía para no emborracharse con nuestro racismo. Trastornado por el alcohol, descargaba en los bares un fardo de heridas confusas, y le contestábamos con displicencia clara. Al despedirse, huía de otra pobreza: la de ser un forastero en el vecindario. Se refugió en su hogar y en la fábrica. No siempre. En las fiestas del pueblo fue protagonista de un acto imprevisto. Detuvo la música. Quemó, con rabia lenta, un fajo de billetes que había ganado después de no pocos esfuerzos. Distinguimos el desquite en unas llamas. Las culpas y humillaciones componían el humo. Niño aún, me pareció un suicidio leve. El hombre dijo frases que los beatos del dinero no comprendimos. Con los ojos de su rebeldía vi arder el dolor que le causábamos y nuestra pequeñez.

Fotografías: María José Aranzábal