Quim Torra - Carlos Silva

El súbito e inesperado ascenso de Quim Torra de segundón de la cantera procesista a 131º presidente de la Generalitat de Cataluña, la reedición y difusión de sus obras completas en Twitter y el acceso a los callejones de su mente a través de su trayectoria como articulista del submundo nacionalista han dejado perplejo al país y dado la señal de salida a una oleada de opinadores que han diseccionado con precisión y detalle la podredumbre moral que traslucen sus opiniones.

Como ciudadano nacido en Cataluña y que ha vivido toda su vida en este trozo de tierra sin ver en ello ningún mérito, logro personal o valor añadido, observo la exhibición impúdica de las vergüenzas ideológicas de Torra y las reacciones encendidas que ha provocado, con el corazón partido. Por un lado, cualquier persona con un mínimo de decencia no puede sino arrugar la nariz ante el hedor a odio y desprecio al otro que desprenden sus bufidos. No hay que ser un analista refinado para encontrar entre los escombros de sus frases la semilla del horror, la destrucción y la muerte que el nacionalismo ha traído a Europa durante los últimos cien años. Sin embargo, por otra parte, es inevitable preguntarse ¿a qué tanto escándalo? ¿Cuál es la novedad? ¿No ha sido siempre así?

Pensar que Quim Torra es una vuelta de tuerca, un cambio de registro, una nueva fase del nacionalismo supremacista en Cataluña es volver a caer en el error pasado de la diferenciación entre el nacionalismo bueno y el nacionalismo malo

La superioridad moral, con frecuencia una forma travestida de clasismo, es el armazón sobre el que se construye la ideología nacionalista. Para cualquier catalán no atrapado en esta fe, el escarnio, la burla y el desprecio a España y lo español forman parte de su biografía y de su experiencia vital cotidiana. Partiendo de esta superioridad autoconcedida y de una posición de clase dominante, el nacionalismo ha creado una serie de arquetipos de lo español que lastran el subconsciente de la sociedad catalana. Nadie quiere ser la chacha, el policía o el quinqui. Nadie quiere ser el perdedor, el pobre o el obrero. Estas ideas tan simples, tan elementales y tan groseras, versión local del complejo del Tío Tom han sido destiladas durante décadas por una élite reaccionaria (y la complicidad imprescindible del progresismo biempensante) hasta convertirse en una ideología digerible de lo catalán y de la lengua catalana como quintaesencia del hecho diferencial, a través de eufemismos como el ascensor social o el principio de cohesión social. Es por ello por lo que pensar que Quim Torra es una vuelta de tuerca, un cambio de registro, una nueva fase del nacionalismo supremacista en Cataluña es volver a caer en el error pasado de la diferenciación entre el nacionalismo bueno y el nacionalismo malo. Se trata de un error grave, y probablemente malintencionado, porque reconocer la existencia de dos nacionalismos antagónicos es dar legitimidad a uno de ellos y, por consiguiente, concederle el estatus de actor político, de ideología política homologable, como si promover el odio susurrando en vez de a gritos tuviese que tener recompensa.

¿Qué es entonces lo que hace de Quim Torra algo novedoso? ¿Cuál es su “hecho diferencial”? A riesgo de parecer un frívolo, diría que la gran diferencia de Quim Torra está contenida en su lazo amarillo. La tipología y diversidad del lazo amarillo, esa esvástica 3.0 del nacionalismo catalán que ensucia el paisaje y violenta nuestra libertad merecería un análisis en sí misma. Los hay de todos tipos, orígenes y materiales. He visto incluso personas vistiendo una tira de gamuza amarilla de fregona; una cosa es estar por la independencia y otra distinta, tirar el dinero. El tipo dominante es uno pequeño, hecho de cerámica o plástico, que puede comprarse en cualquier quiosco y que a mucha gente acaba colgándole boca abajo, no sé si por su peso o porque los que lo llevan así sean el sector satánico del movimiento, atraídos definitivamente por el lado oscuro del procesismo. El caso es que, desde que Quim saltó a la palestra, me llamó la atención lo peculiar de su atributo secesionista. El lazo de Quim es de tela, casero, largo, fino, desproporcionado, superlativo. Es un lazo XXL, hecho para impresionar. En el ceremonial semisecreto, casi masónico, en el que se convirtió su toma de posesión como presidente interino y transitorio, Quim vestía su lazo, tan largo que hacía intención de doblarse y caer sobre sí mismo. El lazo de Quim es la metáfora de su personaje político, de su trayectoria y lo que representa en esta farsa.

Quim Torra es el símbolo del único elemento positivo que la pesadilla del golpe secesionista ha traído a Cataluña para los no nacionalistas, la exposición pública de una verdad soterrada que siempre ha estado ahí

Quim Torra no es el símbolo de una transfiguración del nacionalismo civilizado en algo perverso y destructivo. Quim Torra es el símbolo del único elemento positivo que la pesadilla del golpe secesionista ha traído a Cataluña para los no nacionalistas, la exposición pública de una verdad soterrada que siempre ha estado ahí, la claridad de una partida desde ahora jugada a cara descubierta y con las cartas sobre la mesa. Las opiniones tramontanas de Torra no son una complicación imprevista en los planes de Puigdemont. Probablemente son sus opiniones desbocadas, su sobreactuación, sus lazos desmedidos, los que le han convertido en el candidato idóneo a ojos del ex presidente prófugo.

Torra es la etapa manierista del nacionalismo. Los elementos son los mismos, él sólo los estiliza, alarga y exagera. Torra suma a la impunidad que le otorga su superioridad moral de serie, la que le proporciona el consenso sobre su talla intelectual por parte del ecosistema nacionalista que medra en el invernadero de las subvenciones de la Generalitat. Quizás, este doble complejo de superioridad, este doble sentimiento de impunidad, sea el peligro más peculiar del nuevo presidente por un día. Lo pudimos percibir en el contenido de su discurso sentimental, florido, amenazante y redicho, de la sesión de investidura, en su tono de párroco rural, sus citas pedantes de poeta local. Nunca hubo más menciones literarias, alusiones y remembranzas en un discurso político. Toda una vestimenta barroca para desgranar un programa de gobierno obvio: más enfrentamiento, más conflicto, más odio, más fraude de ley, más exclusión de la mayoría social no nacionalista, más discriminación del diferente, más provocación. Más de lo mismo.

No nos podemos engañar. Torra no es una nueva fase, una radicalización del “procés”. Torra no es excepcional. Hay quien quiere ver en el revuelo causado por sus escritos el principio del fin de la unidad de los secesionistas, en la que los moderados desaprobarían las ideas expresadas por Torra y, avergonzados, retirarían discretamente su apoyo al reto golpista. Es cierto que existe cierto desasosiego entre sus filas, pero esto es debido a que ha quedado en evidencia de manera inconveniente, pública y desnuda lo que el soberanismo siempre ha sostenido en privado. Hay quien cree que la exaltación del independentismo es consecuencia de la encarcelación y tocata y fuga de sus líderes y que un apaño, un indulto, un perdón, una negociación bajo mano harían retornar las aguas a su cauce. Hay, por lo tanto, quien aún cree en el mito del nacionalismo bueno y el nacionalismo malo.

Vemos, abochornados, cómo el discurso y el debate político, la riña partidista, se revuelven en torno a la actuación inmediata, la reacción, el parche. ¿Más 155 ahora? ¿Más pasado mañana? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Para qué?

Anunciada la composición del nuevo Govern, trufado de Consellers encarcelados o fugados, contradiciendo escrupulosa y explícitamente lo que el sentido común, la ley y el Gobierno de España recomendaban, es evidente cuál va a ser la línea política del gobierno de Torra y el futuro próximo de conflicto que nos espera. Es por eso esencial en estos momentos tener una clara percepción de que, parafraseando el discurso de Torra, persistirán, insistirán, nunca se darán por vencidos. En la ignorancia de este aspecto, central, esencial, por parte de los partidos constitucionalistas con representación parlamentaria reside uno de los mayores peligros para España y la mayor fortaleza de los que quieren destruir su proyecto de igualdad y convivencia. Vemos, abochornados, cómo el discurso y el debate político, la riña partidista, se revuelven en torno a la actuación inmediata, la reacción, el parche. ¿Más 155 ahora? ¿Más pasado mañana? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Para qué? Mientras PP, PSOE y C’s se miran desconcertados los unos a los otros, lanzándose reproches e intentando sacar tajada electoral de cada nueva traba planteada por los insurrectos, los ciudadanos nos preguntamos cuál es el proyecto de estas formaciones para solucionar un problema que no empezó ayer, ni acabará con la detención y condena de Puigdemont o el enjuiciamiento de Torra.

Cataluña es una sociedad intoxicada por cuarenta años de proyecto nacionalista, una sociedad amoldada a través de la educación, la propaganda y los medios de comunicación, a una forma de pensamiento excluyente y totalitario. Una noche larga, producto de un proyecto minucioso, que es imposible atravesar y superar con las luces cortas. Torra, el histrión, nos anuncia con sus maneras sobreactuadas que empieza un nuevo acto de desobediencia y desgaste del Estado. Otro más. Es imprescindible un proyecto político y social alternativo a largo plazo para revertir este proceso. ¿Cuál es la propuesta de los partidos constitucionalistas en el Congreso para que Cataluña desande lo andado durante estos años de desidia de los sucesivos gobiernos y retorne a la normalidad de una sociedad abierta? Urge una respuesta. Cataluña no puede esperar, España no puede esperar. Si los actores políticos presentes no son capaces de darnos esa respuesta, no son la solución, son parte del problema.