Ahora entiendo cómo debieron de sentirse los verdaderos católicos españoles en torno a 1940: había que celebrar la Victoria, la Cruzada, el nacional catolicismo, el Movimiento, a costa de los vencidos, odiando a media España, dejándola en sordina o bajo sospecha. La mayoría enfervorizada, con la característica risa sin alegría del cobarde y del cínico: empresas (“En esta hora gloriosa de la Patria, esta casa se une a sus estimados clientes en la celebración de la onomástica del Caudillo”); jovencillos inconscientes con sus camisas azules y sus insignias; las banderas, las miradas inquisitivas disfrazadas de entusiasmo, queriendo cazar al tibio, al disidente, al rojo…; los poderes públicos y las “fuerzas vivas” (“Esta Corporación Municipal convoca como cada año por estas fechas a sus vecinos para llenar de fervor patriótico…”; mientras, una madre: “Hijo, tienes que ir; hazlo por tu padre…”).
Así me siento yo mientras miro angustiado a mi alrededor durante los llamados días “del Orgullo”, compelido a identificarme y confundirme en el colectivo para renunciar a todo en lo que creo. Al menos, aquellos lobos y corderos del primer franquismo se jugaban la vida, venían del horror de la guerra; pero esta epidemia ¿qué justificación tiene, cómo hemos llegado a esta situación inverosímil, simultáneamente en el mundo entero, en tan poco tiempo?
Después de todo lo vivido…, como aquella mañana de paseo por Villa Borghese en que no te atreviste a darme la mano por primera y única vez, tras diez años juntos: tú, que te empeñaste en vivir sin poesía, que solo me dejaste soledad de ti… Ahora me infiernan estos incapaces estéticos de dudosa formación, patente inmadurez, aviesas intenciones y poderosos padrinos, que vienen a decirme cómo vivir, que soy un apéndice de su organismo putrefacto y venal. Muertas la metafísica y la ontología, histriónicos moralistas de plató predican e imponen que “todo lo personal es político y lo sexual es social”. Prometo al lector un ensayo detenido mientras le adelanto aquí unas pocas razones para ir levantándole las faldas a esta perversa impostura totalitaria: el totalitarismo consiste precisamente en que la política lo infecte todo, aspectos de la vida mucho más importantes que aquella. No se me oculta a lo que me enfrento al decir todo esto: censura, vetos, incluso sanciones penales.
El verdadero resentimiento no procede, como explicó Max Scheler, de lo que uno ha sufrido, sino de saberse indigno de todo lo que uno disfruta
Vivimos atrapados en una pinza entre el internacionalismo y el particularismo; dos errores que han hallado su intersección en un concepto adulterado de “identidad”, que no es más que otra vuelta de tuerca del concepto “natural”, tras el que se han parapetado errores y manipulaciones de toda índole. Ocurre cuando se trivializan los símbolos, y se sacralizan los “logos”: la cruz de Cristo, la bandera de España quedan desnudas de solemnidad, vacías de significado; mientras las masas se dejan la vida por las “marcas”. El diseño llevaba un siglo royendo los huesos del cadáver del arte, que aún joven había muerto por los excesos gloriosos de las vanguardias. Los “logos” fueron las armas de la nueva propaganda que babeaba el perro de tres cabezas del totalitarismo: nacionalismo, comunismo y fascismo. Sólo quedaba parir generaciones huérfanas de historia, de estética, de fe en nada ni nadie, degeneradas por el consumo (lo anunció Pasolini), las drogas y el utilitarismo, seres gregarios en red con el pudor perdido, de espaldas a la realidad: J.K. Rowling vino a decir que quien no afrontaba sus propios demonios acababa inventándose otros mayores, invencibles de puro artificiales; estos demonios de invernadero son hoy “los sentimientos”; siempre heridos, resentidos. El verdadero resentimiento no procede, como explicó Max Scheler, de lo que uno ha sufrido, sino de saberse indigno de todo lo que uno disfruta. Hasta que, cuando la internacional obrera deja de tener sentido, llega una bandera de colores chillones para fundar una suerte de “internacional homosexual”, que se ha ido perfeccionando con lo que ellos llaman un “nombre paraguas”, unas siglas “líquidas” que son en realidad una red que atrapa y aísla, según la condición sexual, real o inducida. Estamos ante un ejemplo flagrante de “la opresión de las mayorías a manos de las minorías”, como anunció Julián Marías en la década de 1970.
La filosofía de la razón vital distingue entre condición y situación: por ejemplo, si el lector es hombre, probablemente se sentirá satisfecho con su condición de varón; puede que no tanto de su situación: igual le gustaría ser más hermoso, más fornido, más “interesante” para las mujeres, más inteligente…; o si el lector es agricultor: por mucho que le colme esta condición, se quejará casi siempre de su situación: precios del grano, la lluvia o su ausencia… El marxismo (y en parte toda la filosofía idealista) buscó que el hombre se sintiera insatisfecho, no ya de su situación, que realmente era lamentable y había que mejorar; sino de su condición; es más, que la sintiera como un agravio, y que dicho agravio se extendiera al principio de los tiempos. Lo consiguió: el mundo se ha llenado de zapateros, músicos, profesores, políticos, padres, estudiantes, artistas… que no parecen demasiado felices con su condición.
Se ha dicho que, en la segunda mitad del siglo XX, estos movimientos se dirigieron al núcleo más íntimo de la persona: a que la mujer se sintiera descontenta de su condición de mujer (el lenguaje es el mismo: “…relegada a meras tareas reproductivas…”; “…se ven reducidos a vender su capacidad de trabajo para poder vivir”, dice el Manifiesto comunista), y trasladaron la lucha de clases a la de los sexos. Sin embargo, si bien es cierto que la ofensiva se recrudeció en la década de 1960, ya estaba todo en las doctrinas de Marx, quien consideraba que la familia era el primer germen de desigualdad por la división del trabajo y, por lo tanto, de esclavitud. Después de las mujeres, quienes –a decir de Carmen Martín Gaite– fueron siempre más vulnerables a las modas y formas de pensar de su tiempo, llegaron los hombres: ya empieza a haberlos que se sienten alienados por serlo (no me refiero a los homosexuales), aunque uno adivine cierta impostura en esto: para “dejar contentas” a las mujeres y seguir saliéndose con la suya.
Explico la crisis de la mujer porque sin la victoria sobre ella de estos movimientos no se puede empezar a explicar lo que ocurre con la homosexualidad. El hombre está perdido porque la mujer tampoco sabe ya quién es; no se olvide: el hombre homosexual también necesita a la mujer, depende de ella. Por eso lo que aquí se dice es en buena medida aplicable a la epidemia de feminismo maniático. Verá el lector que hablaré solo de la homosexualidad masculina: sospecho que la femenina es un misterio aún más profundo, diferente; por lo que cualquier intento de homogeneizarlas, no digamos si se quieren presentar cualesquiera otras anormalidades sexuales como equivalentes entre sí, precisamente en nombre de la “diversidad”, es la más venenosa de las falsificaciones.
Usar el término “heterosexual” como una variante más de las posibles es una trampa que ya descubrió Marías: el hombre lo es referido a la mujer; y la mujer, referida al hombre
El peor efecto de esta colectivización de la condición homosexual, de la mentira repetida según la cual la verdadera dificultad en ser homosexual se halla en la falta de aceptación social, es la que llamo la desproblematización de la homosexualidad. Insisto: lo mismo cabría decir de los hombres y mujeres normales. Sí, digo “normales”. Usar el término “heterosexual” como una variante más de las posibles es una trampa que ya descubrió Marías: el hombre lo es referido a la mujer; y la mujer, referida al hombre (como en los versos de Antonio Machado). Por eso desde mi homosexualidad afirmo que el homosexual es un ser “monstruoso”: como en esta época de manipulación del lenguaje se vive en el miedo a las palabras, aclaro que lo contrario de lo “monstruoso” no es lo “hermoso” (cuyo contrario es lo “feo”), sino lo “normal”; piense el lector que Einstein era monstruoso en su inteligencia; Marilyn, en su sensualidad; en general cualquier artista verdadero se sabe “monstruo”… La condición homosexual es minoritaria, rara, “monstruosa”, una condena y una bendición. “Desproblematizarla” es un disparate que desposee y aliena al hombre homosexual. No estamos ante un problema social: la sociedad ha tomado muchas posturas diferentes ante el homosexual y la homosexualidad, y esta última ha adquirido muy diversas formas. Pero sea cual sea la reacción social, el problema permanece. Se confundió despenalizar con desproblematizar.
La reducción de la persona a una sola de sus dimensiones, la más manipulable, socializada hasta la colectivización por las dos versiones del materialismo (marxismo y capitalismo mercantilista), ha llegado tras la presencia masiva en los medios de lo minoritario, más el bombardeo incesante de consignas simplificadoras, hechas con “palabras-munición”: como tales, desechables una vez alcanzado su objetivo. ¿Tanto sufrimiento para acabar siendo utilizados de cuña para partir en dos todo lo que se ha construido de valioso en el mundo personal y en las que se llamaron “ciencias del espíritu” a lo largo de siglos?
Hubo un ministro español (“el más joven de la democracia”, presumía quien lo nombró) que, pretendiendo hacer un favor a los emigrantes, dijo que “la emigración no era un problema”: es difícil insultar más gravemente la inteligencia del drama y la aventura vital del inmigrante, roto por definición entre el mundo que deja y el nuevo en el que busca encajar. Lo mismo cabe decir del homosexual. El problematismo inherente a la vida es el quinto elemento de la libertad. De ahí que constituya un problema ingente, dramático, ser hombre o ser mujer; y aún más ser uno mismo, descubrirse para que la vida de cada uno sea personal y verdadera. ¿Cabe otra forma auténtica de vivir que no sea “en paz con los hombres y en guerra con mis entrañas”, como escribió Machado? Los totalitarios y utilitaristas, empeñados respectivamente en la lucha de “clases” y en maximizar el disfrute, hacen imposibles esa paz y esta guerra: la única fructífera, imprescindible.
“Ser diferente no es un problema”… Claro que lo es; ha de serlo. ¿Hay alguna diferencia entre perseguir o utilizar a alguien?
De modo que no es en absoluto una cuestión de izquierdas ni derechas, como se quiere ver estos días a raíz de los ataques a los miembros de un grupo político que se dice “liberal” durante una de estas manifestaciones de “orgullo gay”, ahora convertido en siglas. Estos agredidos creen que el problema es que “se han politizado”, o que “la izquierda ha monopolizado” esta manifestación “de libertad”. Pero ¿y si no fuera así; si ese tinglado constituyera justamente la negación de la libertad? Como siempre, hay detrás una realidad, como la había en la cuestión obrera: unos la permitieron o se lucraron con ella; otros la aprovecharon para poner en acción su resentimiento. La degeneración ideológica viene de muy antiguo: un mal que es de raíz, un gravísimo error generalizado que no puede dar más fruto que el fanatismo; esto ha hecho posible que los que en un tiempo rechazaron a los homosexuales, ahora los hayan convertido en escudos humanos, incluso en armas. Recuerdo a un militante homosexual, dramaturgo de éxito, regocijándose de que, en una escuela a la que había ido a dar una charla, los niños hubieran hecho una pancarta que rezaba: “Ser diferente no es un problema”… Claro que lo es; ha de serlo. ¿Hay alguna diferencia entre perseguir o utilizar a alguien?
Lo social es lo guiado por “los usos” –leyes no escritas que encuentran sanción en la sociedad–. Aunque se viva en sociedad y esta importe mucho, el núcleo del problema homosexual es personal, íntimo; problema que, en el amor, será interindividual: de dos; no social; un enigma que debe resolver cada uno y luego como pareja, o pagará el precio de quedar desleído, disuelto, convertido en un prototipo socializado, en un cliché, hurtado de la vida propia, que es por definición problema. ¿Se quieren pruebas? Miren el espectáculo, la pérdida, la tristeza que da verlos, por mucho que espectadores y contemplados se vistan de fingida alegría, de “fiesta”, que oculta falta de verdadero aprecio, de querer entender, o mera complicidad en mirar unos y otros para otro lado ante las miserias propias y ajenas: quizá hasta acabar compartiéndolas.
¿Es bueno para la salud mental de tantos (niños, jóvenes, mujeres, indígenas, homosexuales…) hacerles creer que están por encima del bien y del mal, que son intocables –otra vez intocables pero de otra manera–? ¿Habrá mayor desprecio que darle a alguien la razón del loco, hacer lo imposible para que no piense, ya sea por sentimiento de culpa o para medrar?
Mientras, quedan las vidas por hacer, por averiguar quién se es, en esa forma tan problemática de ser hombre que es la homosexualidad masculina, a la que el mundo debe mucho. En su lugar, la despersonalización ha traído una suerte de profesionalización de la homosexualidad, con “conciencia de clase”, ahora sí colectivizada y más aislada que nunca de la “normalidad”, enajenada, sin espontaneidad, sin verdadera alegría, sin creatividad personal ni lugar para la imaginación ni para la libertad. Sólo en ellas es posible vivir el don de una homosexualidad personal, fructífera y responsable; mi hermosa y doliente homosexualidad.