A pesar de la retórica de la publicidad y los discursos políticos menos inspirados, la libertad puede ser un lugar inhóspito. Esto es tan cierto para lo social como para las artes. La gran conquista de la modernidad consistió en ampliar los límites de lo estético para abarcarlo todo, tanto en el contenido (las botas de Van Gogh) como en su sentido más literal (el corta y pega del collage y el ensamblaje escultórico).
La libertad no se hereda; se aprende y se ejerce, y se hace irremediablemente en solitario
En arte y en política, la libertad se nos presenta a menudo como una gracia divina o un componente genético que nos viene de serie. Nada más mentiroso. La libertad no se hereda; se aprende y se ejerce, y se hace irremediablemente en solitario. El artista moderno lo asume y acepta sus contrapartidas: a cambio de expresarse con libertad, otorga libertad a los demás para juzgarlo. El trato puede ser desagradable –la imagen del artista bohemio, libre pero hambriento, no es solo un tópico– pero es ineludible para ejercer el oficio con dignidad.
En el siglo XIX la bestia negra del artista moderno era la Academia, la encarnación institucional de un arte que asfixiaba la creatividad. Nosotros hemos heredado esta aprensión a lo académico, aunque algo pasivamente. Oímos “Academia” y seguimos pensando en realismo relamido, en caballetes colocados en torno a reproducciones en yeso de esculturas clásicas, en las directrices de señores mayores obsesionados por cosas como la perspectiva y el claroscuro; todo de lo más antipático. Oponerse a ello es reconfortante porque nos otorga el carnet de modernidad sin demasiado esfuerzo; al fin y al cabo, es difícil encontrar interés en los cuadros de Bouguereau. Pero no deja de ser un gesto de cara a la galería. La Academia sobrevive, pero no en los vetustos talleres de profesores conservadores. No hay más que darse una vuelta por cualquier institución artística medianamente importante o repasar los últimos premios nacionales de artes plásticas para darse cuenta de que el rígido academicismo decimonónico no supone ya ningún peligro para la libertad de creación.
Si la obsesión decimonónica fue la destreza técnica y la admiración ciega por la tradición, en nuestro tiempo lo es el Discurso
Si la obsesión decimonónica fue la destreza técnica y la admiración ciega por la tradición, en nuestro tiempo lo es el Discurso. Es cierto que la obra de algunos artistas contemporáneos requiere de unas palabras introductorias para ser apreciada plenamente, pero no en mayor medida que un cuadro mitológico de Tiziano. En cualquier caso, no deben tomarse como un manual de instrucciones, ni siquiera como una guía; más bien como un punto de partida desde el cual elaborar un juicio propio. Al igual que la obsesión por la técnica, las palabras pueden coartar la imaginación, de manera que en nuestro tiempo el discurso a menudo es la obra. Y el discurso, como el papel, lo aguanta casi todo.
A pesar de los ríos de tinta que han corrido desde mediados del siglo pasado acerca del fin del arte, de la desaparición del artista y los “cambios de paradigma”, lo cierto es que la palabra Arte, así, en mayúsculas, sigue conservando un aura irresistible. Solo así se explica buena parte del arte político que encontramos en las principales instituciones artísticas del mundo. Algunas portan mensajes tan evidentes que, de no ser por su ubicación en museos, nos llevarían a calificarlas inmediatamente de propaganda. Hay obras menos explícitas que requieren de cierto desbroce intelectual para alcanzar la idea subyacente. Son, en el mejor de los casos, como buenos acertijos. Qué ingenioso, diremos antes de pasar al siguiente.
Existe, por supuesto, buen arte político, pero requiere de sutileza e invención para no caer en la demagogia. Hace unos años pudo verse en el Museo Reina Sofía, por ejemplo, una retrospectiva de Patricia Gadea, cuyos collages de los años 90 son una mirada ácida y premonitoria sobre la falsa opulencia de la España del momento. En un vídeo reciente de la argentina Liliana Porter hay una reflexión amarga sobre la marcha del mundo visto con ojos de niño. El arte de contenido social y político puede hacer también denuncias explícitas sin renunciar a la elocuencia plástica, como demuestran los lienzos brutales de Leon Golub. Son obras que pueden leerse a varios niveles, que se desprenden del control del artista en cuanto se exponen al público. Las palabras que quieran añadírsele pueden aportar matices a la pieza pero nunca sustituirla. La obra no se resentirá sin ellas. No así en buena parte de lo que uno encuentra en las galerías, cuya dependencia del discurso es tan fuerte que anula cualquier interpretación ajena a la intención del autor.
El arte político más habitual entre nosotros cuenta con su propia jerga para envolver de dignidad lo que en su mayor parte no son más que exabruptos adolescentes
El arte político más habitual entre nosotros cuenta con su propia jerga para envolver de dignidad lo que en su mayor parte no son más que exabruptos adolescentes. Las obras de estos artistas proponen “estrategias” mediante las cuales “poner en cuestión” las bases del capitalismo global y el sistema institucional sin el cual sus piezas no encontrarían apenas eco. El neoliberalismo y la hegemonía de Occidente son los temas por antonomasia, pero existen también variantes locales. En España causa especial furor el franquismo y la permanente amenaza de su regreso. Para algunos, de hecho, nunca desapareció: los neofranquistas trabajan en la sombra disfrazados, como los reptilianos. No deja de ser curioso, sin embargo, que quienes nos alertan sobre la inminencia de un nuevo golpe de Estado sean casi siempre personas nacidas después de la muerte del dictador. Incluso se ven en la obligación –hasta ahí llegan sus desvelos– de aleccionar a personas que sufrieron los efectos de la dictadura en sus propias carnes. Ya se sabe, las personas mayores a menudo chochean y hay que recordarles lo que hicieron antes de ayer.
Con tanto antifascismo retrospectivo en el aire, supone un misterio insondable entender por qué los artistas españoles en general han mostrado tan poco interés por un fascismo muy vivo y muy real que se desarrollaba hasta hace nada muy cerca de donde vivían
Con tanto antifascismo retrospectivo en el aire, supone un misterio insondable entender por qué los artistas españoles en general han mostrado tan poco interés por un fascismo muy vivo y muy real que se desarrollaba hasta hace nada muy cerca de donde vivían. Por qué tantos circunloquios y medias tintas, tantos silencios, cuando las similitudes entre ETA y las formaciones paramilitares más siniestras de los años treinta eran tan evidentes: retórica mesiánica, alusiones al volkgeist, gusto por la sangre, vulgar gansterismo. Yo mismo, en mi atolondrado despertar político, recuerdo que resultaba más divertido, e intelectualmente menos exigente, despreciar a José María Aznar que a los terroristas. Condenaba los asesinatos, claro, pero los trataba como terribles anomalías y no como puntas de un iceberg de coacción que mantenía subyugadas a miles de personas, convirtiéndolas incluso en exiliadas en su propio país.
Para indagar en las regiones más incómodas de la historia del terrorismo en el País Vasco es y será imprescindible durante muchos años ver las películas de Iñaki Arteta. Desde su primer cortometraje, su premisa ha sido sencilla: dar voz a las víctimas. Película tras película, Arteta ha querido explorar las distintas aristas del horror. El respeto por los protagonistas lo aleja de cualquier adorno esteticista, y es ahí donde reside su arte. El trabajo de selección y montaje, la intercalación de entrevistas y material de archivo, el ocasional paisaje y música austera componen un cuidadoso ejercicio de artesanía digital cuyo objetivo último es la verdad, sorteando las tentaciones de la truculencia y el sentimentalismo. El mayor valor estético del buen documentalista es, precisamente, la contención estética.
La película más reciente de Iñaki Arteta se centra en la figura del artista Agustín Ibarrola. Supongo que igual que muchos, conocí antes su cara que su nombre. Era fácil distinguirlo –gafas, bigote, txapela– entre los asistentes a las concentraciones contra el terrorismo. Solo después supe de su trayectoria artística. Ibarrola formó parte del éxodo de artistas españoles de los años 50 atraídos por la luz que irradiaba París, aún entonces el lugar donde un joven aspirante podía medirse con los nombres colosales de las vanguardias. Allí formaría, junto a José Duarte, Juan Cuenca, Juan Serrano y Ángel Duarte, el Equipo 57. En su defensa de un arte puro e impersonal, interesado por las cualidades propias de la luz, el espacio y la forma, constituyeron uno de los principales exponentes del arte concreto en Europa. La trayectoria posterior de Ibarrola, una vez disuelto el grupo y tras su regreso a España, siguió interesada en los asuntos explorados por el Equipo, si bien, como todo artista realmente inquieto, su búsqueda fue inevitablemente personal. Su interés por el desarrollo de la forma en el espacio, en particular, lo llevó a desarrollar su arte más allá del taller. Son bien conocidas sus intervenciones en el espacio público, en especial sus árboles y rocas pintadas.
Podrían escribirse dos biografías paralelas de Agustín Ibarrola: una dedicada a su fecunda trayectoria plástica y otra centrada exclusivamente en su compromiso político y cívico
Podrían escribirse dos biografías paralelas de Agustín Ibarrola: una dedicada a su fecunda trayectoria plástica y otra centrada exclusivamente en su compromiso político y cívico. Pero Iñaki Arteta sabe que una quedaría coja sin la otra. Las referencias a este segundo Ibarrola aparecen desde bien pronto en la película. En los años sesenta su militancia comunista le costó varias estancias en la cárcel. En los estertores del franquismo, un grupo de matones asociados a la Guardia Civil quemó el caserío que le servía de taller. Como tantos otros, acogió la llegada de la democracia con entusiasmo, solo para ver cómo se intensificaba la acción criminal de ETA. Estuvo presente en los primeros movimientos cívicos contra el terrorismo, que tuvo como consecuencia nuevas agresiones a su obra y la necesidad de llevar escolta durante doce años.
Dudo que existan muchas trayectorias más coherentes que la suya, y sin embargo no parece gozar del estatus de otros artistas que han desarrollado una carrera basada en la crítica feroz a un sistema del cual han vivido desde sus inicios
Repasada la trayectoria vital de Agustín Ibarrola, la radicalidad de algunos de nuestros artistas comprometidos actuales queda en bastante poca cosa. Más todavía cuando uno comprueba que en las palabras y gestos de Ibarrola no hay atisbo de odio ni venganza, solo una serena pero innegociable exigencia de justicia. Dudo que existan muchas trayectorias más coherentes que la suya, y sin embargo no parece gozar del estatus de otros artistas que han desarrollado una carrera basada en la crítica feroz a un sistema del cual han vivido desde sus inicios. El mundo cultural sigue necesitando la figura del enfant terrible. Es este el que recibe los sentidos aplausos de compresión cuando juega con los límites de la libertad de expresión. Los que se expusieron hasta anteayer a la violencia, al exterminio físico, por conseguir esos mismos derechos reciben con suerte una palmadita en la espalda y son invitados a bajar del escenario sin hacer mucho ruido. Es posible que la diferencia de trato se deba simplemente a una cuestión de fotogenia. Contrapartidas de la libertad: hay compromisos políticos que sencillamente no dan bien en pantalla.
El discurso político se revela como una coartada perfecta para el artista contemporáneo: por un lado, evita el juicio estético porque en el tipo de arte que practica la estética es irrelevante. Por otro, evita el juicio moral: el hecho de producir obras de arte lo absuelve de tener que argumentar y razonar sus argumentos. Al no servirse de las herramientas del arte (la estética) ni del discurso político (el debate de ideas), la obra es inatacable, no admite réplica. El artista moderno se declaraba libre, exponiendo su obra en campo abierto, dispuesto a ser juzgado a la luz de sus propios méritos. Frente a él, el autoerigido artista-político navega entre dos orillas sin pisar nunca ninguna, temeroso de revelar falta de talento o empaque intelectual. Satisfecho, avanza río abajo envuelto en el manto de su discurso, ese cálido refugio.