No es ocioso interrogarse sobre el significado que dan a la bandera de España los que participaron en la manifestación sobre ruedas en pleno estado de alarma con un autobús descapotable y consignas de “gobierno asesino”. Los que han visibilizado y capitalizado esa convocatoria forman un partido que es reacción por definición, acudiendo al sentido más estricto del término. Un partido que nació como eso: como reacción a los excesos y avances de nacionalismos de signo contrario (centrífugos) y del que seguimos conociendo más soflamas y bravatas que propuestas positivas basadas en el derecho administrativo o en la hacendística pese a tener ya representación a todos los niveles.
Si responder a lo anterior tiene su propia importancia para entender la compleja realidad política, no es sin embargo la pregunta más interesante o más pertinente. Al menos desde mi punto de vista, que es el de un ciudadano nacido en los años 90 y que se identifica con la tradición política del socialismo humanista, reformista y liberal español y que ha militado, incluso activamente, en el partido que –creía- mejor representaba esa rica tradición y que es también el partido que más años ha gobernado la España constitucional, democrática, europea y moderna en la que tenemos la suerte de vivir.
Anticiparé mi tesis, acaso un poco más gráfica en estos tiempos de pandemia. Ese partido, el socialista, pensaba que para “hacer españoles” bastaba con promulgar la Ley General de Sanidad y que habiendo tarjeta sanitaria no había mayor complicación en dejar a “los otros” el uso (y a veces el abuso) de los símbolos nacionales, su interpretación y hasta el propio nombre de la nación española.
Para la izquierda mayoritaria actual la comunidad política aparece como evidente en sí misma. Tal vez por eso no había que trabajarla activamente
Para la izquierda mayoritaria actual la comunidad política aparece como evidente en sí misma. Tal vez por eso no había que trabajarla activamente. Sus símbolos, la vigencia y el vigor de los discursos que justifican su existencia no serían algo digno a lo que dedicar recursos ni tiempo. Ni siquiera durante el largo proceso histórico en el que hemos ido compartiendo soberanía hacia arriba con Europa y trasladando el centro de gravedad del presupuesto, la administración y las políticas públicas a 17 focos de poder que sí han sido activos en esa función de legitimarse ante sus ciudadanos y respecto al Estado (frente o contra, en algunos casos).
Y sin embargo no siempre fue así. “Hacer españoles” fue siempre una preocupación primordial para todo progresista del siglo XIX (el momento fundacional de la nación española). De hecho, tal y como subraya el historiador José Álvarez Junco, a esa tarea nacionalizadora se incorpora tarde y casi a regañadientes la tradición política conservadora dada su problemática relación con la idea de nación (un concepto liberal, revolucionario y destructor del antiguo régimen).
Contrariamente a lo que la izquierda parece transmitir, la nación, la identidad nacional y los símbolos con los que se representa no son algo ajeno a la interpretación política y a la propia acción política. No es algo que deje de importar en un mundo globalizado, como demuestra precisamente “el retorno de lo nacional” que apuntan diversos analistas y como acreditan suficientemente hoy movimientos políticos populistas que surgen apelando casi exclusivamente a esos elementos identitarios (y no precisamente desde una perspectiva perfectamente compatible con la democracia liberal). O como evidencian aún más característicamente esos nacionalismos periféricos que basan toda su agencia política en la construcción de comunidades de identidad y sentido exclusivas –potencialmente segregadas-, en detrimento y negación de la existencia de la comunidad política consagrada constitucionalmente y en torno a la cual existe el Estado.
La identidad nacional y la nación (quiénes la forman, cómo la comparten y de qué manera se expresa o exterioriza esa comunión) forma parte –no menor- de la contienda política.
Quien desde posiciones «progresistas» parece sufrir una incapacidad patológica de relacionarse con naturalidad con los símbolos democráticos de su país; quien en la práctica se desentiende del contenido, la representatividad y significación de los referentes sentimentales e identitarios más eficaces desde que sucedió la secularización de las sociedades; quien abdica de defender positivamente la misma existencia de la nación española como comunidad unida en torno a realidades afectivas, históricas, culturales, sociales y políticas… no es más de izquierdas, no es más progre, no es más «internacionalista»: resulta por contra ser el mejor aliado de sus adversarios. El tonto útil que deja hacer a quien lo despoja impunemente oponiendo tan solo una desdeñosa e incomprensible sonrisa de superioridad sustentada en no sé qué avanzadísima concepción del mundo (de un mundo que no existe).
Una perjudicial combinación de ignorancia histórica, desidia e impericia política junto a los perdurables efectos de la hipnosis operada durante décadas por las élites del nacionalismo periférico arrojan un resultado extraño, tal vez único en toda la Europa democrática. Un lastre. Un fenómeno paranormal del que, además, no participa una parte mayoritaria de los españoles. Un fenómeno que existe “a pesar” de la forma natural, pacífica y no morbosa que tiene de “ser español” la mayoría de nuestros conciudadanos.
El progresismo español, ni siquiera cuando tuvo 202 escaños, se ocupó ni preocupó de llevar a cabo una auténtica pedagogía nacionalizadora
El progresismo español, ni siquiera cuando tuvo 202 escaños, se ocupó ni preocupó de llevar a cabo una auténtica pedagogía nacionalizadora -sí, nacionalizadora- en la que afianzar «la devolución de España a los españoles» (utilizando el precioso concepto del imprescindible Julián Marías). Una nacionalización que recuperara a España para un patriotismo positivo e integrador, deudor de sus mejores antecedentes. Que los hay, y abundantes.
Desde una cultura «progresista» (en sentido amplio) puede acudirse a múltiples referentes históricos con los que conectarse simbólica y genealógicamente. Un ejercicio que sí practicaron con intensidad los defensores más sinceros, avanzados y reivindicables de la experiencia democrática y republicana del 31. Un ejercicio que sin embargo se interrumpe inexplicablemente con el final de la guerra civil y que no se vuelve a retomar seriamente con la devolución democrática. El último gran triunfo de Franco (enterrado o desenterrado).
¿Quiénes eran «los nacionales» en las guerras carlistas? ¿Se tiene «memoria histórica» del ‘Viva España con honra’ del 68? ¿Y del primer «no pasarán» que gritó Madrid en 1822? ¿Qué eran, si no dolientes patriotas españoles, en toda su diversidad, los regeneracionistas y los impulsores de la Institución Libre de Enseñanza? ¿Nadie lee ya a Galdós, ni siquiera en su centenario?
Hablo ni más ni menos de ofrecer ‘una’ contribución, ‘una’ visión desde la izquierda democrática. Una más junto a otras, con las que dialogue, con las que se complemente, se entrevere o incluso polemice cuando sea preciso.
No hablo, claro, de llevar a cabo una apropiación de signo contrario que resultara igualmente hemipléjica e insuficiente. Hablo de una aportación llamada a enriquecer el volumen y la densidad de los símbolos, las fechas, los nombres, los referentes históricos y hasta los mitos que perfectamente podemos compartir la inmensa mayoría de los demócratas españoles para que nuestros lugares comunes estén más compartidos y sean más poblados, a salvo de expropiaciones extremistas y contestando eficazmente a quiénes tienen como programa máximo la desintegración y desaparición de nuestra comunidad, nuestra nación y nuestro Estado de derecho.
Las identidades nacionales no son inmutables ni están grabadas en piedra, tampoco deben por tanto, darse por hechas y compartida. Los países a menudo afrontan «debates nacionales» y se ponen ante el espejo. España está entrando en otra fase de ese debate, una fase con peligros evidentes dada la debilidad del gobierno, la posición de fuerza de los secesionistas que posibilitaron su investidura, la distorsión proveniente del nacionalismo agresivo que encarna la extrema derecha y dada la influencia de una fuerza política que ha enunciado en repetidas ocasiones su voluntad de dinamitar ‘el régimen del 78’.
más que nunca, hay que exigir una izquierda nacional que no deserte
En este contexto, y más que nunca, hay que exigir una izquierda nacional que no deserte. Que interiorice que, efectivamente, “no basta con promulgar la Ley General de Sanidad”. Que también hay que detenerse en que la precondición de existencia de todo derecho (también los sociales) tiene sentido a partir de la integración del ciudadano en la comunidad nacional (incluso cuando decidimos ceder parcelas de soberanía a la Unión) y que sin los principios de unidad y solidaridad del artículo 2 de la Constitución –que son unidad y solidaridad nacional- sencillamente no tendríamos nada de lo que defendemos ni podremos conseguir nada de lo que pretendemos.