Prohibir Ideologías - Carlos M Gorriarán

El intento de golpe de Estado para la secesión de Cataluña ha puesto sobre el tapete la cuestión de si no sería aconsejable ilegalizar a los partidos nacionalistas. Con independencia de que ilegalizar a un partido político sólo porque se declare nacionalista requeriría un cambio constitucional ex profeso, mi opinión es que eso no es posible: ni aceptable como principio ni útil desde un punto de vista práctico.

La democracia es un sistema inclusivo que debe fomentar la libertad de acción política dentro de los límites trazados por la Constitución

Hay varias razones para rechazarlo, como las siguientes: en primer lugar, la democracia es un sistema inclusivo que debe fomentar la libertad de acción política dentro de los límites trazados por la Constitución, lo que admite cualquier proyecto que no choque frontalmente con sus objetivos; en segundo lugar, nunca se debe hacer una Constitución pensando en excluir aquellos programas políticos que no sean claramente delictivos (por ejemplo, por atentar contra la igualdad jurídica o la libertad personal, como restablecer la esclavitud o imponer una creencia religiosa, o asociarse para robar); en tercer lugar, es sumamente fácil eludir una prohibición de ese tipo creando partidos instrumentales que no se declaren nacionalistas pero lo sean en realidad; y en cuarto aunque no en último lugar, ni el nacionalismo ni ninguna otra ideología molesta va a desaparecer, a pesar de Platón y sus herederos, porque sea ilegal. Si me permiten, a mí esta última me parece la de más peso.

El nacionalismo es una ideología que, en general, tiene problemas originarios para convivir productivamente con cualquier democracia, sea monárquica o republicana, federal o unitaria

Es evidente que el nacionalismo es una ideología que, en general, tiene problemas originarios para convivir productivamente con cualquier democracia, sea monárquica o republicana, federal o unitaria. Por una parte, rechaza la igualdad de derechos y la soberanía nacional porque atribuye derechos especiales (como el “derecho a decidir”) y soberanía a una parte del todo, su nación imaginaria, constituida en comunidad política a costa de destruir la comunidad originaria. Sencillamente, la democracia no puede tolerar sin desaparecer que se ponga en cuestión su legitimidad de origen, como dejó claramente establecido Abraham Lincoln durante la guerra americana de secesión. Además, el nacionalismo persigue algo imposible en cualquier democracia: imponer a la sociedad su programa máximo de partido, por ejemplo la “república catalana” que, lógicamente, acaba destruyendo el pluralismo político, sin el cual no hay democracia de que hablar.

Ahora bien, esta doble incompatibilidad no es exclusiva del nacionalismo, sino que la extrema izquierda y derecha –los residuos de las ideologías antiliberales del siglo XIX- también la comparten: los extremistas de izquierda y derecha arrebatan la soberanía a la nación para depositarla en manos de un sujeto revolucionario menor llamado “el proletariado” o “el pueblo”, que puede decidir imponer un régimen político de partido único como los que proliferaron en Europa en los años veinte y treinta del siglo XX. Y como es evidente, ni fascistas, nazis o comunistas creen en la igualdad de derechos y la libertad política, que atacan constantemente.

Los problemas con el nacionalismo no derivan por tanto de sus ideas particulares, sino de su hostilidad a fundamentos intocables de la democracia como la soberanía nacional y la igualdad de derechos

En resumen, los problemas con el nacionalismo no derivan por tanto de sus ideas particulares, sino de su hostilidad a fundamentos intocables de la democracia como la soberanía nacional y la igualdad de derechos. En el caso español, tenemos además la sangrante experiencia del terrorismo nacionalista vasco –aprovechado por el llamado “nacionalismo moderado”, que debería ser llamado “nacionalismo oportunista”-, y ahora también del intento de golpe de Estado del catalán. Cada vez hay más gente harta de nacionalismo, y con muy buenas razones, pero la solución no está en hacer una ley que prohíba lo que no nos gusta: seguirá ahí.

No prohíbas lo que no puedes excluir

Un principio básico del Estado de derecho es que se juzgan y penalizan actos, no opiniones ni ideas por descerebradas o peligrosas que parezcan o sean. La experiencia trágica de los totalitarismos llevó a algunas democracias, tras la II Guerra Mundial, a prohibir partidos con programas totalitarios, como el comunista o los nazi-fascistas.

Excepto en las dictaduras totalitarias, prohibir ideologías es mucho más fácil de decir que de hacer, por dañinas que sean

La experiencia ha demostrado también que esas prohibiciones legales son muy fáciles de burlar: incluso en lo peor de la Guerra Fría hubo organizaciones comunistas legales en Estados Unidos -por supuesto, con nombres que encubrían su naturaleza-; en Alemania los partidos neonazis se sustraen a la prohibición del nazismo mediante la cosmética más descarada; respecto a Italia, siempre ha habido partidos neofascistas. En Francia, modelo de república unitaria indivisible, hay partidos separatistas que actúan libremente aunque con escaso éxito, salvo en Córcega. Excepto en las dictaduras totalitarias, prohibir ideologías es mucho más fácil de decir que de hacer, por dañinas que sean. Incluso bajo los últimos años del franquismo el régimen acabó tolerando la venta de libros y publicaciones nacionalistas, marxistas y anarquistas aunque prohibiera las actividades políticas de esas ideologías, como de toda la que no fuera la suya.

No podemos pedir a la Constitución seguridades que no puede darnos. Del mismo modo que no es aceptable la cantinela podemita de que si alguien no tiene casa, empleo, estudios, diversión y dinero garantizados de por vida se incumple la Constitución, tampoco es realista esperar que la prohibición constitucional de compartir los objetivos políticos de Otegi o Puigdemont, o estar fascinado por Lenin, Mao o Hitler, paralice o fulmine a cualquiera que tenga la tentación. Tenemos que aceptar convivir o coexistir con gentes que piensan estupideces y persiguen quimeras dañinas; lo que no tenemos por qué aguantar son actos que intenten imponer sus estúpidas quimeras.

¿Cómo nos protegemos de los ataques del nacionalismo?

Si no podemos prohibir imposibles, sí podemos pensar una Constitución mejorada que persiga y penalice con claridad acciones políticas delictivas porque ataquen la igualdad de derechos, pongan en peligro la soberanía nacional o den ventajas políticas a determinadas corrientes ideológicas.

Un sistema electoral que, al descansar en la provincia instaurando una gran desigualdad territorial del valor del voto, convierte a pequeños partidos regionales en árbitros y aliados políticos obligatorios

La Constitución de 1978 contiene demasiadas concesiones y facilidades en estos aspectos: concesiones bienintencionadas (e inútiles) como declarar bienes especialmente protegidos las lenguas “propias” o los “derechos históricos” sólo han servido para blindar perversamente la discriminación por lengua en las comunidades bilingües oficialmente, o de facto monolingües excluyendo al español, como Cataluña, y para instaurar privilegios fiscales en País Vasco y Navarra. Lo mismo sucede con un sistema electoral que, al descansar en la provincia instaurando una gran desigualdad territorial del valor del voto, convierte a pequeños partidos regionales en árbitros y aliados políticos obligatorios, mientras hace muy difícil nuevos partidos políticos nacionales fuera del duopolio izquierda-derecha (ya veremos cómo evoluciona el actual mapa de partidos a cuatro: todo indica que es una mapa de transición).

Si la Constitución y las leyes derivadas protegieran de modo realmente eficaz la igualdad de oportunidades y la igualdad ante la ley con independencia de la residencia, lengua, ideas y circunstancias similares, si impusiera la precedencia obligatoria y automática de las normas estatales (o federales) sobre las autonómicas y locales, además de asegurar que determinadas competencias sociales como la educación, sanidad, justicia y administraciones públicas son exclusivas del Estado, los partidos nacionalistas se encontrarían con muchas dificultades para imponer regímenes clientelares coactivos y de ahí dar el paso al golpe de Estado.

Del nacionalismo, como de cualquier otro ismo nefasto, deben defendernos un buen sistema jurídico y Estado de derecho, buenas instituciones, buena ciudadanía y buena política

En resumen, hay que olvidarse de ideas sin recorrido práctico en una democracia, como prohibir partidos antipáticos con ideas peligrosas (salvo idearios claramente totalitarios y contrarios a los Derechos Humanos, y aún en estos casos es difícil), tanto porque es más complejo de lo que pueda parecer definir ideas claramente anticonstitucionales, como porque es muy fácil dar gato por liebre en esta materia (ahí tenemos el ejemplo del leninismo maquillado de Podemos, o las inagotables mutaciones de Batasuna). Del nacionalismo, como de cualquier otro ismo nefasto, deben defendernos un buen sistema jurídico y Estado de derecho, buenas instituciones, buena ciudadanía y buena política. Y por supuesto, un buen sistema educativo y medios de comunicación realmente libres. O sea, una buena democracia. Lo demás me parece pensamiento mágico.