Novelar la Política - Andrés Trapiello

A menudo debemos a nuestra apretada vida cosas que el desahogo y la tranquilidad de una existencia rutinaria no siempre nos conceden. De no haber mediado razones profesionales, no cree uno que se hubiera embarcado en la relectura de los Episodios Nacionales de Galdós. A cierta edad han de medirse los esfuerzos y calibrar el brío, y los episodios son muchos episodios, exactamente cuarentaiseis, unas trece mil páginas, que únicamente la gracia, el humor, la inteligencia, lengua y maestría de Galdós logran hacer que parezcan la mitad, sin importarnos tampoco que hubieran sido el doble. En ellos Galdós nos da su primera lección: la gran Historia está mechada de pequeñas historias, los hechos relevantes no se entienden sin otros menudos, el personaje imponente y arrollador sin el contraste al lado del pobre hombre, apenas se entendería; don Quijote sin Sancho no sería nada, y esto Galdós, uno de los lectores más atentos que haya tenido Cervantes en España (no hay novela suya en que no lo homenajee de manera explícita o solapada), lo sabe bien.

A menudo se pregunta uno, ¿y esto cómo lo contaría don Benito? Cuando los tenistas hablan de “leer el partido” que están jugando, se refieren a una cualidad que no todos poseen, una especie de intuición que les hace sobrevolar sobre sí mismos para tener una visión completa. Exactamente la que le habría gustado tener a Frabrizio del Dongo, el protagonista de La cartuja de Parma, que participó en la batalla de Waterloo sin comprender, hasta que esta no acabó, que había intervenido de ella.

La realidad es siempre bastante más pícara que el arte, como diría Galdós

Nosotros somos parte de una novela que no cuenta aún con su Galdós, su Stendhal o su Tolstoi (más cierto es que a menudo estamos tentados de creer que la escribió hace años Valle-Inclán, junto a otros esperpentos suyos). Sabemos, no obstante, que la realidad es siempre bastante más pícara que el arte, como diría Galdós, y que acontecen en ella cosas que ni el más osado de los novelistas se atrevería a poner en su novela, para no desacreditarse.

Cada vez que aparece Artur Mas en la televisión, me abismo en imaginarle escenas y situaciones acordes con su mandíbula y su gestualidad. Lo vi alguna vez de cerca en las entregas del premio Nadal, del que soy jurado, pero he tenido la suerte de no haber tenido que saludarlo nunca. No así a Yordi Puyol (licencias de novelista). En una ocasión, el año que lo gané yo, no tuve más remedio que darle la mano. Tras proclamar el fallo del jurado, era costumbre llevar al ganador como en volandas  a la mesa donde había cenado el President, invitado de honor en esas galas del Nadal. Le tendí la mano y aunque al principio no se levantó, lo hizo a continuación, sin soltármela. No me la soltó hasta no acabar de contarme lo que estaba contando a sus compañeros de mesa en el momento en que me llevaron hasta donde él se encontraba. Estaba hablando de algo de los váteres (sic) de su casa y el agua catalana que se podría ahorrar a los catalanes y a Cataluña si se les proveyese (a los váteres) , como había hecho él en los de su casa, de un dispositivo específico para aguas mayores y menores (sic). Hablaba de aquel asunto con pasión y seriedad propias de un gran estadista al que nada humano le es ajeno, y duró su minuciosa explicación, váter va váter viene, lo menos cinco minutos de reloj, ante el asombro de quienes nos rodeaban (algunos de los cuales se pusieron igualmente de pie, mientras otros, el alcalde de Barcelona y el señor Lara, mi editor, seguían sentados)… Recuerdo que yo trataba de vez en cuando de recuperar mi mano, pero aquel hombre de corta estatura la tenía tan bien sujeta, que ante el menor indicio de emancipación, cerraba sus dedos sobre ella como un cepo. Yo iba pensando, sin que el asunto de los váteres me atrapara del todo: “Acaban de darme un premio literario y este hombre, a quien no conozco de nada, al que no tenía la menor idea de que fuera a conocerlo y al que probablemente no vuelva a ver en mi vida, me está diciendo que Cataluña se ahorraría no sé cuántos millones de hectólitros si los váteres catalanes dispusieran de un botón para aguas mayores y otro para aguas menores…”. Cuando finalmente se decidió a tirar de la cadena, se despidió de mí arrojando mi mano lejos de la suya, y diciéndome: “Así que, joven (yo andaba por los cincuenta años), ¿ha escrito usted una novela? (Iba a responderle, pero no me dejó). Bien, bien, bien, me alegro. Que tenga usted suerte”. Y acto seguido se sentó, pero no tiró de la cadena, porque siguió con el turrón de los váteres catalanes, ante un auditorio de lo más sumiso y complaciente.

Yo como novelista no hubiera podido imaginar una escena como esa, ni siquiera como imagen de lo que estaba sucediendo en Cataluña en el reinado de aquel Napoleón local, complacido en parir frases inmortales cada dos minutos ante un séquito que se las celebraba, con semblante perpetuamente risueño, antes de que las pronunciara. En el caso de que se me hubiera ocurrido aquella escena, nadie la hubiera creído real. Y el hecho de que hubiera testigos no significa nada, pues este es un detalle irrelevante: los testigos a menudo son los más olvidadizos, y llegan a testificar lo contrario de lo que han oído o vivido, unos por mala fe, otros por mala memoria, y la mayoría por mala novelería.

El conocimiento de los chanchullos económicos de la familia Puyol  ha desbaratado en unos pocos años la colosal imagen que se había construido de él en Cataluña

El conocimiento de los chanchullos económicos de la familia Puyol y el hecho de que se le haya sorprendido como a un robagallinas, ha desbaratado en unos pocos años la colosal imagen que se había construido de él en Cataluña y con el tiempo, cuando el futuro Galdós haga la crónica de su vida, parecerá uno de esos pobres diablos tanto más inverosímiles cuanto más reales.  A su lado los Artur Mas o Francesc Homs no pasarán de ser meras comparsas (no digamos Carles Puigdemont), aunque acaso la vida les reserve a todos ellos papeles aún más deslucidos en la opereta. Ayer mismo Mas y Homs se despidieron del Tribunal Supremo que los juzga por desobediencia a las disposiciones del Tribunal Constitucional con una frase (“La sentencia tendrá efectos que marcarán las relaciones del estado español y Cataluña”) que la mayor parte de los periódicos han interpretado como una amenaza, cuando acaso sólo sea un ruego desesperado: “Condénennos, por favor; el proceso lo necesita”.

Su Dinamarca no es la actual, sino aquella que Marcelo, un meritorio de Hamlet, hizo inmortal: “algo huele mal en Dinamarca”

Lo que vaya a suceder a partir de ahora será de lo más novelesco, porque hemos llegado a un punto en el que el novelista (o sea, el futuro) puede escribir cualquier cosa, y cualquier cosa es posible, pero la probabilidad de que esta novela se cierre como un esperpento es, a día de hoy, muy grande. Que Artur Mas haya ido ayer a Oxford a decir que quiere que Cataluña sea como Dinamarca, es la prueba, y uno de esos actos fallidos de los que habla el psicoanálisis. Porque lo ha dicho el día en que empieza en Barcelona la causa del Palau que permitió a políticos independentistas robar a mansalva para la construcción de la nueva patria catalana, dándole la razón: su Dinamarca no es la actual, sino aquella que Marcelo, un meritorio de Hamlet, hizo inmortal: “algo huele mal en Dinamarca”.

¿Ha sido, es, será un problema esta pestilencia para los independentistas catalanes? No parece. Carmen  Martín Gaite se refería con mucha gracia a todos aquellos que se muestran encantados “oliendo su propio pedo”, y a quien fue su marido, Sánchez Ferlosio, oímos por primera vez la no menos figurativa expresión “peer en olla”, tan acertada para describir declaraciones y actitudes populistas y nacionalistas.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? No me refiero en Cataluña. Hablo sólo de este artículo. Los novelistas saben que a menudo las tramas van por su lado, sin obedecer maldito su deseo, haciendo lo que quieren. Y el recuerdo de aquel momento estelar en mi vida, atrapado por la mano de Jordi Pujol (a quien devolvemos ahora su verdadero nombre), debería haberle puesto a uno sobre aviso. El camino de los líricos váteres pujolianos hasta esas dos frases escatológicas no ha sido precisamente un camino de flores, como tampoco lo ha sido el de quienes empezaron robando a Cataluña hace treinta años para poder acabar diciendo “España nos roba”, que es adonde querían llegar. Esa novela está pidiendo a voces un don Benito.