El fin digno de la vida - Jesús Quijano

He aquí un asunto de los que verdaderamente merece un debate; pero un debate de esos que requiere afinar previamente algunos conceptos y evitar algunos equívocos. Porque tengo yo la impresión de que, cargado como está el tema de adherencias morales de todo tipo, hay un riesgo cierto de confusión entre los principios y la casuística. Dicho de otro modo, el asunto de la muerte digna exige cuantiosas distinciones de supuestos y de conceptos y tal vez lo hayamos complicado, o enturbiado, por no hacer un esfuerzo suficiente de distinción y claridad.

Urge poner un poco de rigor, elevando el punto de mira todo lo posible

Baste observar que casi siempre el debate ha renacido  con ocasión de  casos concretos en que se hace público que una persona afectada por una enfermedad incurable ha decidido poner fin a su vida y encuentra problemas para poder hacerlo, especialmente si, por su estado, necesita la ayuda de otros. Así ocurrió hace ya unos años en el conocido caso de Ramón Sampedro, aquel hombre afectado por una tetraplejia irreversible, y así ha vuelto a ocurrir hace unos meses en el caso de José Antonio Arrabal, afectado por esa enfermedad tan extraña y tan terrible que es el ELA. Al calor de cada caso concreto se cruzan argumentos éticos y jurídicos, utilizando términos de trazo grueso (la eutanasia, el suicidio asistido, etc.) que, queramos o no, están llenos de connotación negativa en el subconsciente de una parte no desdeñable de la sociedad. Y por eso urge poner un poco de rigor, elevando el punto de mira todo lo posible.

A mi entender, el primer equívoco es utilizar el término eutanasia de forma indiscriminada, cuando es evidente que el término tiene claras connotaciones negativas, incluso en su dimensión histórica, en tanto que define el supuesto en que se pone fin a la vida de una o más personas por parte de un tercero sin que necesariamente medie la voluntad de aquéllas. En tal sentido, se ha llamado eutanasia a procesos planificados de exterminio masivo, por razones étnicas o de otro tipo, como se ha llamado eugenesia a prácticas de eliminación prematura de personas, nacidas o no, con malformaciones o discapacidades irreversibles. Ambos fenómenos se han producido en muchos lugares y momentos; y, por desgracia, hace no demasiado tiempo. Pero nada tienen que ver con el asunto que aquí consideramos.

Tal vez si empezáramos a hablar de la ayuda a morir dignamente empezaríamos también a aclararnos una poco mejor

Tal vez si empezáramos a hablar de la ayuda a morir dignamente en ciertas circunstancias, en vez de hablar de eutanasia, empezaríamos también a aclararnos una poco mejor. Y miren que hasta el Diccionario de la Real Academia contribuye: define eutanasia como “intervención deliberada para poner fin a la vida de un paciente sin perspectiva de cura”, y también “muerte sin sufrimiento físico”; para nada introduce ahí la voluntad deliberada del paciente que desea poner fin a su vida, sino sólo la acción de un tercero que pone fin a la vida de otro. Eso es lo que da connotación negativa a la eutanasia; tanta, que, en términos jurídicos y penales, la acerca, con todas las atenuantes que queramos, al homicidio. Quitemos, pues, ese elemento de confusión y planteemos el asunto de la muerte digna como lo que es.

Morir dignamente, ese es el asunto. Porque tampoco hay que confundirlo con proporcionar cuidados paliativos o sedación para aliviar o suprimir el dolor en fase terminal, aún cuando tal práctica acorte la vida en horas o en días; ni, por supuesto, con decidir la desconexión de instrumentos mecánicos que mantienen artificialmente una vida cuasi vegetativa en situación irreversible, o incluso en muerte cerebral. Suponiendo que en esos casos se pueda hablar de vida, tampoco tienen nada que ver con lo que llamamos muerte digna; de hecho son casos que, de forma más o menos clara y directa, ya están contemplados en la Ley de Autonomía del Paciente desde 2002.

Lo que se plantea es si procede eliminar tal delito regulando las condiciones en que es jurídicamente lícito ayudar a otra persona a una muerte digna, no clandestina, ni vergonzante, ni disimulada

Lo que ahora se debate es bien distinto: si una persona consciente puede disponer de su vida, decidiendo su final cuando concurran determinadas condiciones, y  ser auxiliada en ese momento, sin que de ello deriven responsabilidades penales, y sin que tengan que buscarse resquicios extraños para eludirlas. A mí no me gusta llamarlo suicidio asistido, porque creo que es otra cosa; pero lo cierto es que el Código Penal, que no castiga ni la tentativa de suicidio ni el suicidio frustrado, sí lo hace con la inducción, la cooperación y la ejecución de actos necesarios para el suicidio ajeno, y con penas crecientes, atenuando la condena si hay petición expresa, seria e inequívoca de quien padece una enfermedad grave que conduce necesariamente a la muerte, con graves padecimientos permanentes difíciles de soportar. Todo eso. De manera que lo que se plantea es si procede eliminar tal delito regulando las condiciones en que es jurídicamente lícito ayudar a otra persona a una muerte digna, no clandestina, ni vergonzante, ni disimulada. Obviamente, dando prioridad a todas las medidas previas que sean necesarias para tratar la enfermedad, aliviar el dolor y facilitar la vida del enfermo; estableciendo todas las garantías de rigor y certeza en la decisión libre y consciente del afectado, o de las personas delegadas directamente por él para cuando haya perdido la consciencia; determinando las formas de ayuda requeridas, que no son sólo médicas, sino también físicas y psíquicas en muchos casos.

Por supuesto que no se me oculta que detrás del asunto hay un dilema moral cierto; exactamente ése que atañe a la  concepción misma de la existencia y al dominio o a la disposición sobre la propia vida; ése que tantas veces se ha planteado como un contraste complejo y delicado entre el derecho a vivir y el derecho a no seguir viviendo, que se agudiza cuando hay quien alega  una supuesta obligación de seguir viviendo, incluso  en ciertas condiciones ostensiblemente precarias; ése, en fin, que hace preferir una muerte digna libremente elegida, antes que prolongar una vida que el afectado, con motivos serios, ya no considera digna de ser vivida. Pero para resolver el dilema moral está la conciencia personal, la objeción profesional, la ayuda y las garantías. No necesariamente las prohibiciones legales, que las leyes no están para eso.